A.- Introducción al Antiguo
Testamento
Dieciocho siglos antes de Cristo, algunas tribus nómadas
abandonan Caldea con sus rebaños para establecerse en Egipto. Entre estas
tribus y clanes nómadas hay un cierto número de familias cuyo jefe es Abrahán.
Para Abrahán, personaje completamente insignificante desde el punto de vista de
la historia, esta emigración obligada va unida a una gran esperanza: Dios lo
había llamado y prometido una recompensa extraordinaria: «Abrahán, todas las
naciones de la tierra serán tuyas».
Cuando Dios se revela a los patriarcas Abrahán, Isaac y
Jacob, éstos son aún nómadas; comparten con los demás nómadas una religión
simple, hecha de apego al «Dios de sus padres» y de veneración de un cierto
número de pequeños ídolos familiares. Pero el encuentro con el Dios Vivo los va
a llevar a una nueva toma de conciencia: Dios ampara a los que elige. Gran
cantidad de pruebas parecerán contradecir la Promesa que Dios les ha hecho,
pero Dios intervendrá cada vez en favor de sus fieles. Desde entonces se
establece entre Dios y los patriarcas una relación privilegiada, caracterizada
por la fidelidad de Dios a su palabra y por la confianza inquebrantable de sus
fieles. A través de ellos Israel será incitado a contemplar, a lo largo de su
camino, tanto las maravillas de Dios en favor de aquellos que ha elegido como
la fe indefectible de sus padres.
Seis siglos más tarde, algunos descendientes de los
patriarcas se reúnen en el desierto y, bajo el mando de Moisés, se dirigen
hacia la Tierra Prometida. La etapa del Horeb es decisiva: es aquí donde estos
clanes nómadas van a vivir tal experiencia espiritual que los textos bíblicos
no cesarán de referirse constantemente a ella. Dios se compromete solemnemente
con su pueblo y al mismo tiempo le da una Ley: es la regla de la alianza con
Dios, el código de conducta personal y comunitario de Israel. A la palabra
dirigida a Abrahán responde en adelante la del Sinaí. Promesa, alianza y
salvación serán los tres pilares de la fe de Israel, y los puntos firmes de los
cinco primeros libros del Antiguo Testamento.
Con la entrada en la Tierra Prometida, Israel se ha de
enfrentar con los demás pueblos, mucho más avanzados culturalmente. Desde hace
más de dos mil años, ellos han construido una civilización urbana, desarrollado
la agricultura, establecido relaciones comerciales con todo el Próximo Oriente
e incluso más allá. Esta civilización brillante pero pagana será una trampa
constante para la fe de Israel. Entonces Dios envía a su pueblo sus profetas,
sus portavoces. David se apodera de Jerusalén, una pequeña ciudad cananea y
hace de ella su capital, introduciendo en la misma el arca de la alianza, signo
visible de la presencia de Dios en medio de su pueblo. A partir de este día, no
solamente la Ciudad Santa entra en la historia del pueblo de Dios, sino que su
vocación rebasa el tiempo y la historia, ya que ella aparece en las últimas
páginas del Apocalipsis como la figura de la humanidad definitivamente
reconciliada con su Dios. Salomón, al construir el Templo de Jerusalén, que dos
siglos más tarde se convertirá en el único santuario legítimo, da a su pueblo
un punto de reunión: la «Morada de Yavé».
Condenación de Israel por sus innumerables infidelidades,
recuerdo de la incansable misericordia de Dios con Jerusalén, exigencia de
verdad y de sinceridad en el culto del templo, proclamación de la salvación que
viene: todo esto constituye la médula del mensaje de los profetas. Al acercarse
los últimos tiempos, la meditación de Israel se hace más intensa. Muchas
pruebas han purificado las ideas falsas, demasiado humanas. A través de la
oración de los salmos, en relatos edificantes o máximas, con los desarrollos
sobre el hombre y la sociedad, algunos sabios deciden guiar a Israel en las
últimas etapas de su camino hacia aquel que viene a cumplir todas las cosas.
Los Escritos de la Sabiduría, que constituyen la tercera y
última parte del Antiguo Testamento, pueden parecer menos coherentes que la Ley
o los Profetas: en efecto son el reflejo de un pueblo convulsionado y con
frecuencia dividido: es el tiempo en que Dios se prepara un «pequeño resto» en
medio de una nación presionada y arrastrada por todas las tentaciones del poder
y la confusión entre el reino de este mundo y el Reino de Dios.
Pero después de tantas experiencias acumuladas en el pueblo
de Israel, sobreviene un período de crisis en el que Dios decide conducirlos a
superar los más grandes desafíos de la fe y de la historia. En este preciso
momento es cuando aparece Jesús.
Así, pues, el Antiguo Testamento consta de 46 libros, y
constituye la primera y más voluminosa de las dos partes de la Biblia. Se trata
de la lenta preparación de Israel para la Alianza definitiva y eterna que Dios
iba a establecer con los hombres en la persona de Jesucristo.
Así como las obras de una biblioteca pueden ser clasificadas
de modo diverso por uno u otro bibliotecario, así también los 46 libros del AT
han sido clasificados de modo diferente, y esto desde los primeros siglos de la
era cristiana. Los editores modernos de la Biblia han debido, pues, elegir entre
las dos clasificaciones más frecuentes adoptadas por los antiguos manuscritos:
el orden de la Biblia hebrea o el orden de la Biblia griega.
Al incluir en los “Profetas” los libros que la Biblia griega
denomina «históricos», la Biblia hebrea pone de relieve la originalidad de
estos textos. Para el Antiguo Testamento, así como para el Nuevo, todo
acontecimiento es portador de una palabra de Dios: no se hace historia por el
placer de dar a conocer el pasado, sino para testimoniar la fidelidad de Dios con
su pueblo, para hacer conocer su voluntad y preparar de este modo a los hombres
a acoger la gracia de su salvación. En este aspecto toda la narración bíblica
es «profética».
Hemos adoptado globalmente en esta edición el orden de la
Biblia hebrea. Encontraremos, pues, al comenzar, los cinco libros del AT
denominados la LEY, la Torá para los judíos de lengua hebrea y el PENTATEUCO
para los de lengua griega. En ellos vemos a Dios actuando en la historia humana
para liberar a un pueblo que quiere hacer suyo, instruyendo a este pueblo y
dando sentido a su historia.
Después vienen los LIBROS PROFÉTICOS: Dios interviene en la
historia por medio de los profetas, a los que comunica su Palabra y su Espíritu
«para destruir y construir, para edificar y plantar». Estos profetas inspirados
van a desempeñar un papel decisivo en la educación de la fe de Israel.
Por fin nos encontramos con los LIBROS SAPIENCIALES, es
decir, con todo un conjunto de obras que bajo las formas más variadas nos ponen
en comunicación con la plegaria, la sabiduría y la moral del pueblo de la
antigua alianza. Estas obras nos enseñan el arte de servir a Dios en la vida
diaria y a convertirnos en personas responsables en la fe.
B.-Introducción al Nuevo
Testamento
1. El misterio de lo
nuevo
Todo el mundo comprende que si la Biblia consta de dos
colecciones de libros, de las cuales una es más antigua que la otra, haya en
las Escrituras lo antiguo y lo nuevo.
Por otra parte, sabiendo que el uso de la palabra
“testamento” es de origen griego y que en el griego la misma palabra significa
“alianza” y “testamento”, se comprenderá que el Antiguo Testamento recoge lo
que surgió de la alianza más antigua del Sinaí, donde Dios hizo un pacto con
Israel. Los libros del Nuevo Testamento, por otra parte, se refieren a una
experiencia mas reciente, la alianza entre Dios y su pueblo renovado por el
sacrificio de Jesús.
Ésta no es, sin embargo, la verdadera razón para hablar de
algo “nuevo” en la Biblia. La experiencia del siglo pasado nos ha puesto en
guardia contra esta palabra que frecuentemente hace referencia a la última
moda, el último recor, la ultima teoría… Son nuevos sólo por un tiempo y se
convertirán a su vez en pasados de moda y anticuados.
Este Testamento es nuevo, no porque sea más reciente, sino
porque nos conecta con el mundo de la Eternidad. La Eternidad no es una
duración que se prolonga en forma indefinida - esto sería muy aburrido- sino lo
que no tiene que ver con el tiempo. Lo eterno no se desgasta; tampoco hay lugar
en él para el aburrimiento: era, y Es, y será siempre nuevo. Da pena a veces
tener que llamarlo Dios, siendo la palabra tan trillada, difamada y desgastada.
Al principio del Antiguo Testamento Dios era : “Yo Soy” o
“El Es”. El Nuevo Testamento completa y añade : Dios es Amor. La mayúscula aquí
es esencial : “Amor” es Dios y no hay otra eternidad que la suya. El Nuevo
Testamento es una llamada a entrar en el misterio de esta “novedad”. Desde la
Infancia de Nazaret y las parábolas del Reino hasta el Apocalipsis, pasando por
los discursos del Evangelio de Juan y la pasión de Pablo, todo el interés está
concentrado en esta “novedad” : El Amor-Dios no nos promete otra cosa que él
mismo, y quiere que, encontrándolo ya aquí en la tierra, comencemos a probar el
gusto y el gozo de la Eternidad.
Los libros del Nuevo Testamento, uno tras otro, denuncian el
vacío de la vida que sólo quiere gozar de la vida, pero también cuestionan las
prácticas religiosas, la sabiduría de los prudentes, los miedos y la angustia
ante el futuro, la buena conciencia de los buenos. El camino de la pobreza y el
desprendimiento al ejemplo de Jesús nos dan acceso a un universo donde reina la
humildad, la esperanza y la alegría. Ahí se esconde, o más bien se desvela el
mundo definitivo.
En repetidas ocasiones el Nuevo Testamento nos recordará que
sólo hay “amor” en el sentido más fuerte si ha habido elección del amado o de
la amada. No somos nosotros, sin embargo, los que elegimos, es Dios quien ha
escogido a aquéllos a quienes quiere manifestarse. Jesús, Dios nacido de Dios,
ha venido a compartir nuestra suerte y, por medio de Él, el Amor-Dios viene a
llamarnos : tarde o temprano, aquel que cree se dará cuenta que ha sido
escogido.
2. Origen de los
libros del Nuevo Testamento
2.1. Los libros del Nuevo
Testamento
2.2. Los evangelios sinópticos
2.3. El origen de los tres
sinópticos
2.4. Las Cartas de los Apóstoles
2.5. Los Escritos del Nuevo
Testamento
2.1. Los Libros del Nuevo Testamento
El pueblo y su Libro:
Los libros del Antiguo Testamento formaban una sola cosa con la historia del
pueblo elegido por Dios. Lo mismo vale para el Nuevo Testamento, ya que éste es
el reflejo de lo que vivieron los apóstoles de Jesús y las primeras comunidades
cristianas.
El fracaso de los esfuerzos por evangelizar a los judíos de
Palestina; esto estimuló el anuncio del Evangelio a otros pueblos. La Iglesia
tenía conciencia de que era “el Israel renovado”. No un pueblo extraño al
pueblo judío, porque reagrupaba a los judíos que habían creído. Si bien una
mayoría se había negado a escuchar, los convertidos que llegaban de otros
pueblos iban a reparar las brechas de ese pueblo de Dios (He 15,16). Los
cristianos no eran, pues, un “movimiento de Jesús”, una nebulosa de comunidades
agrupadas en torno a algunos predicadores inspirados. Se ingresaba en la
Iglesia, y su cabeza era el grupo de los Doce elegidos por Jesús.
La Iglesia fuera de
Palestina: Se sabe que uno de los responsables de la comunidad helenista,
Esteban, se atrajo rápidamente el odio de los judíos debido a su predicación
convincente; por eso fue lapidado por los fariseos (He 7). Al dispersarse los
helenistas, llevaron el Evangelio a Samaria. Algún tiempo después, Pedro baja a
Cesarea, la capital romana de Palestina, y bautiza allí al centurión Cornelio
(He 10). Comienza así una Iglesia en la que participan no judíos que ya eran
adoradores de Dios, es decir, simpatizantes de la religión judía.
La dispersión, voluntaria o forzada, llevó a los cristianos
a Antioquía, capital de Siria, y fue allí donde desconocidos evangelizaron a algunos
griegos que habían permanecido ajenos al apostolado judío.
Los apóstoles, responsables de la unidad, se ponen cada vez
en camino para visitar las nuevas comunidades. Antioquía es visitada por Pablo,
luego por Pedro, y después por gente del entorno de Santiago, “hermano del
Señor”, obispo de Jerusalén y responsable de las comunidades judías. Los Hechos
nos hablan de los conflictos que surgieron y de cómo se fueron solucionando. El
encuentro de Jerusalén, el año 49, manifestó la unidad de la Iglesia.
El informe que nos ha dejado Lucas de ese primer concilio
manifiesta que el acuerdo que se logró entonces no fue un compromiso político
sino una decisión que había preparado la meditación de los textos bíblicos.
Pedro, Santiago y Pablo se ponen de acuerdo en lo esencial y desde entonces se
ve a su lado a personajes de segundo plano, futuros redactores de varios libros
del Nuevo Testamento, que desempeñarán el rol de intermediarios entre los
grandes apóstoles; éstos son Silas (o Silvano), Bernabé, Marcos, Tito. Y tal
vez habría que añadir también a Lucas.
La literatura del
Nuevo Testamento: Los primeros escritos cristianos van a ser de dos clases.
Por un lado los apóstoles, fieles al espíritu de su misión, se convierten en
itinerantes; de ahí la necesidad de mantenerse en comunicación con las
comunidades, a veces a través de cartas. Por otro lado los evangelistas que los
acompañan necesitarán textos escritos que fijen el testimonio de los apóstoles;
así nacen los evangelios que van a ser la regla de la catequesis.
En apenas unos años aparecen los evangelios llamados
sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) y las epístolas o cartas de los apóstoles.
Casi todo es redactado entre los años 52-66 (o 70), es decir, en menos de
veinte años, si prescindimos de los escritos de Juan, en los años 90 a 95.
Conviene recordar que esa literatura cubre sólo una parte
del campo de apostolado cristiano, que corresponde a los países del imperio
romano ubicados a orillas del Mediterráneo. Esa área en donde se multiplican
las iglesias compuestas por judíos y griegos es en realidad la más importante.
Es cierto que muy pronto algunos misioneros se dirigieron a los países del
este. Hacía cinco siglos que se habían formado comunidades judías en las
provincias del Imperio Persa, especialmente alrededor de Babilonia. La escuela
rabínica de Babilonia era la más importante del mundo judío. El cristianismo se
implantó pues, por medio de los judíos, en los países del este, pero los
vaivenes de la historia echaron sobre ellos un manto de silencio. Desde allí
sin embargo salieron los primeros evangelizadores de la India.
La literatura del Nuevo Testamento es totalmente griega,
aunque la mayoría de sus autores hayan tenido al arameo como su lengua materna.
La elección del griego se imponía tanto más cuanto que las letras circulaban de
un país a otro. El judaísmo había tejido una red de lazos entre las sinagogas o
barrios judíos de diferentes ciudades. Muchas personas que viajaban por motivos
profesionales transmitían las novedades de un lugar a otro. Las primeras
comunidades cristianas, nacidas en esos mismos ambientes, conservaron esas
mismas costumbres. Los consejos de ancianos que las presidían leían las cartas,
se comprobaba su autenticidad mediante diversos signos de reconocimiento y se
las conservaba cuidadosamente. No hay que extrañarse de que tal o cual carta
apostólica, que quería recalcar o matizar lo dicho por otro apóstol, tomase
algunas expresiones de sus cartas para dar a entender a dónde quería llegar.
Todos saben que la carta de Santiago y la de Pablo a los Romanos se responden
mutuamente, pero esto es sólo el caso más notorio. En otros lugares Santiago,
Pedro y Pablo toman de manera discreta pero significativa expresiones de uno u
otro de entre ellos.
Sean cuales fueren las conexiones entre los evangelios y las
cartas de los apóstoles, hay que tratarlos separadamente; nos obliga a ello el
hecho de que el proceso de redacción no fue el mismo. Una carta no se modifica
después de redactada, luego sólo se la puede copiar. En cambio nuestros
evangelios, que pretendían ser una regla de la catequesis, reunieron y
compusieron documentos anteriores menos extensos, algunos de los cuales se
encuentran a la vez en dos o tres de ellos. Es por tanto necesario dedicar un
capítulo a la comparación de los evangelios llamados sinópticos (es decir, de
aquellos que contienen relatos paralelos de los mismos hechos), a saber los de
Mateo, Marcos y Lucas. Con esto uno podrá remontarse a sus fuentes y tratará de
descubrir los documentos en que se apoyaron.
2.2. Los Evangelios
Sinópticos
La tradición más antigua asocia ya estos tres evangelios. El
año 110, Papías de Hierápolis (cerca de Efeso), escribió esto: “Marcos, el
intérprete de Pedro, escribió con precisión, pero en desorden, todo lo que
recordaba de las palabras y acciones del Señor. Acompañó a Pedro, quien
enseñaba de acuerdo a las circunstancias, y no de manera ordenada. No cometió
error cuando insertó algunas cosas de las cuales él mismo se acordaba. Mateo,
por su parte, presentó en lengua hebrea una colección de palabras del Señor, y
a partir de ahí, cada cual las tradujo según su capacidad”.
El testimonio de Papías es interesante, pero
desgraciadamente no es siempre fidedigno ya que repite muchas cosas que no
verificó. No ocurre lo mismo con san Ireneo, obispo de Lyon y mártir, que
escribió hacia el año 185: “Mateo publicó un evangelio para los Hebreos y en su
lengua, mientras que Pedro y Pablo iban a Roma para evangelizar y fundar allí
la Iglesia. Después de su éxodo (tal vez haya que entender: su martirio),
Marcos, discípulo y vocero de Pedro, consignó por escrito lo que Pedro
predicaba. Lucas, compañero de Pablo, escribió igualmente un evangelio a partir
de la predicación de Pablo”.
No se sabe cómo se impuso el orden actual de los cuatro
Evangelios, pero siempre se ha considerado a Mateo como anterior a Marcos.
Clemente de Alejandría, en el siglo II, afirma que los evangelios que contienen
una genealogía (Mateo y Lucas) son los más antiguos.
Las dos fuentes: Si
se miden al centímetro los tres evangelios, se ve que Mateo y Lucas son casi
iguales y que tienen un 50% más que Marcos. Se pueden hacer las siguientes
constataciones:
1. Todos los episodios presentes en Marcos, excepto dos, se
encuentran en Mateo. Gran parte de esos episodios se encuentran también en
Lucas, pero no el contenido de los capítulos 7-8 de Marcos.
2. Buena parte de los episodios que no están en Marcos se
encuentran a la vez en Lucas y en Mateo, aunque cada uno los haya dispuesto y
repartido a su manera.
3. Tanto Mateo como Lucas tienen como propias diversas
parábolas, algunas palabras de Jesús, y el contenido de sus primeros capítulos
sobre la infancia de Jesús.
Estas constataciones son la base de lo que se ha llamado
“teoría de las dos fuentes”:
Una fuente más importante de los evangelios es común a los
tres;
Otra fuente fue utilizada por Mateo y Lucas. Se la llama Q
(de quelle que significa “fuente” en alemán).
Pero esto nada nos dice sobre las posibles relaciones entre
los evangelios. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que usando las mismas fuentes haya
entre ellos tantas diferencias, pequeñas o no tan pequeñas? ¿Quién introdujo
los cambios? Si se copiaron entre sí, ¿cuál de ellos está más cerca del
original? Las dos fuentes y la Q no serían más que palabras si uno no procurara
aclarar esos problemas.
Una falsa pista : la
prioridad de Marcos
La gran mayoría de los biblistas del siglo veinte se han
dejado seducir por el color, lo concreto de los detalles, la ingenuidad,
podríamos decir, de Marcos. Pensaban: Mateo discurrió demasiado, nos da un
retrato de Jesús demasiado estereotipado, el de la catequesis... Lucas es un
literato, quiso adaptarse a los griegos... No fue menester más para que Marcos
fuese consagrado como el más fiable de los evangelistas, et que menos ha
retocado el rostro humano de Jesús.
Pero habría que demostrar en seguida de qué manera Mateo y
Lucas dependen de Marcos, o cómo utilizan las mismas fuentes, y es aquí donde
las cosas se ponen sumamente difíciles. En muchos lugares es evidente que el
texto de Lucas era más antiguo que el de Marcos. Los que intentaron retornar de
nuestros evangelios a su original, y traducirlos al hebreo para encontrar las
palabras auténticas de Jesús, terminaron por concluir que con Lucas todo era
fácil, mientras que Marcos se salía a cada momento de los ritmos de la frase
hebrea.
Esto llevó a pensar en una mutua influencia; era necesario
construir una genealogía complicada de escritos anteriores a Marcos, de los
cuales algunos habían sido copiados más fielmente por Lucas o Mateo (algunos
llegaron a suponer hasta 9 ó 10 documentos anteriores). O bien se imaginaron
tradiciones orales que los predicadores habían modificado con bastante
libertad, y con ello el “Jesús histórico” se perdía en la bruma de la leyenda.
Habiendo comprobado que Marcos no era tan primitivo como parecía, era preciso
concluir que había sido escrito después de la ruina de Jerusalén el año 70, y
que Mateo y Lucas eran posteriores una decena de años por lo menos.
Marcos, repuesto en
su lugar: Todo el panorama cambia desde el momento en que se le quita a
Marcos su aureola de primer Evangelio. Si nos seduce por sus toques concretos,
signos de testigo ocular, ¿no habría que referirse a los testimonios más
antiguos, los de Papías y de Ireneo? Según ellos, Marcos insertó en su relato
muchos rasgos de la predicación de Pedro, del que era el intérprete en Roma.
Habiendo sido el último en escribir, superaba sin embargo a los otros con unos
toques frescos, pero se los debía a Pedro y no a sus fuentes.
Un enorme trabajo ha sido realizado sobre nuevas bases,
partiendo de la convicción que desde el comienzo de la Iglesia los apóstoles se
habían hecho responsables de la catequesis y velaban por la transmisión de su
testimonio. Las fuentes de nuestros evangelios no fueron tradiciones privadas,
primero orales, luego modificadas bastante libremente a lo largo de los años,
redactadas al final por anónimos bajo su propia responsabilidad. Aun cuando se
basaran en tradiciones orales, eran documentos oficiales destinados a fijar
para la catequesis y la liturgia el testimonio de los propios apóstoles. Esas
fuentes nacieron en momentos decisivos, en lugares importantes de la Iglesia
primitiva, y habría que mirar de cerca los datos de esa historia que han sido
conservados en los Hechos o en las cartas de Pablo si es que quisiéramos llegar
a sus orígenes.
No se pueden exponer aquí detalladamente los estudios que
permiten seguir el trabajo de redacción de Mateo, de Lucas y de Marcos. De
ellos sólo conservaremos las grandes conclusiones, que no han sido todavía
impugnadas después de veinte años. Las últimas ediciones de la Biblia de
Jerusalem han abandonado la teoría de las Dos Fuentes y la prioridad de Marcos.
2.3. El origen de
nuestros tres Sonópticos
El Evangelio hebreo y
la traducción de los helenistas
En los primeros tiempos después de Pentecostés, la única
regla de fe era el testimonio de los apóstoles. Predicación, justificación de
la fe nueva, anuncio a los que no se habían convertidos todavía, todo eso se
hacia por la palabra (He 4,42). Cuando años más tarde Pablo hable de la
tradición o de las tradiciones, se referirá a ese testimonio de los apóstoles,
sin hacer distinción entre lo que ya estaba escrito y lo que se seguía
entregando de manera oral (véase la nota a 1Co 11,23). Pero cuando comienza en
Jerusalén (He 6) una comunidad de lengua griega que tiene sus reuniones y su
vida propia, sus contactos con los judíos de otros países que vienen en
peregrinación a la ciudad santa, los escritos pasan a ser indispensables, tanto
para la catequesis como para la liturgia.
La tradición más antigua dice que el evangelio fue redactado
primero en hebreo para los creyentes que venían del judaísmo, y esa información
parece ser verosímil. Ha sido confirmada por los numerosos semitismos (o
modismos semíticos) que los especialistas descubren en nuestros evangelios
actuales. Cuando la comunidad helenista obtiene estatuto propio (He 6,1) sin
que, por otra parte, esto signifique independizarse de los apóstoles que
detentan la autoridad en Jerusalén, es probable que se tradujera, no
tradiciones orales, sino un primer resumen evangélico escrito en hebreo. Esta
traducción al griego habría podido ser hecha hacia el año 36, más o menos.
A consecuencia de la muerte de Esteban los helenistas se
dispersan y evangelizan Samaria (He 8,1). Podría muy bien ser la ocasión en que
se incorpora al evangelio de Jerusalén el bloque muy coherente que se
encontrará idéntico en los evangelios de Mateo 15-16 y Marcos 7-8, no conocido,
sin embargo, o ignorado por Lucas. Este bloque contiene precisamente algunos
dichos de Jesús sobre el Templo, lo puro y lo impuro y las tradiciones de los
Fariseos. Estos dichos, que justificaban la actitud de los helenistas, no se
habán tenido en cuenta precedentemente, pero eran importantes para ellos.
La famosa fuente Q: Algunos
años después, Pedro baja a Cesárea, la capital romana de Palestina y bautiza al
centurión Cornelio (He 10). Comienza una iglesia en la que participan un cierto
número de no-judíos, pero que eran ya adoradores de Dios, es decir,
simpatizantes de la religión judía. Parece probable que haya sido esta
comunidad el lugar de origen del documento llamado fuente Q, o los dichos del
Señor, que Marcos ignora y que, sin embargo, Mateo y Lucas tienen en común. No
es casualidad si el episodio del centurión adorador de Dios (Mt 8; Lc 7) figura
ahí en un buen lugar: él era otro Cornelius. Estamos entonces en el 40, más o
menos.
Por la misma época, si continuamos con el libro de los
Hechos de los Apóstoles, se fundó la comunidad cristiana de Antioquía, fuera de
Palestina (He 11). Muy pronto irá a reunírseles Pablo, el perseguidor
convertido; desde allí saldrá éste a sus misiones en los países del
Mediterráneo (He 11,26; He 13,1).
Quizás fuera en Antioquia donde todo el primer evangelio hebreo
haya sido de nuevo traducido al griego. La comparación minuciosa de los tres
sinópticos lleva casi necesariamente a la conclusión siguiente: Mateo y Lucas
han utilizado dos versiones griegas diferentes de un mismo texto hebreo,
mientras que Marcos ha tenido en sus manos los dos textos.
La fecha de los
evangelios sinópticos y de los Hechos
Dos fechas se deben tener en cuenta, una y otra muy
importantes para la Iglesia, e igualmente decisivas en el plano de los
escritos, porque permiten situar los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas.
La primera es el año 62-63. En Palestina, el sumo sacerdote
Ananías aprovecha de la ausencia del gobernador romano y manda lapidar a
Santiago “hermano del Señor”, obispo de Jerusalén. Los cristianos son excluidos
de las sinagogas. Al mismo tiempo, en Roma, Nerón se libera de su sabio
consejero Séneca y comienza su reino tiránico. Hasta entonces las autoridades
romanas veían a los cristianos como una secta más de los judíos, los cuales
gozaban en el imperio de una tolerancia legal. Pero a partir de entonces Nerón
deja de hacer confusiones porque algunos de sus consejeros son judíos y
defienden a los saduceos de Jerusalén. Además, la emperatriz Popea es una
“adoradora de Dios”. Los cristianos ya no pueden beneficiarse del status
especial que habían conseguido los judíos, y que los autorizaba a seguir su
religión sin tener que sacrificar a los dioses del imperio. Los cristianos
pasan a ser una secta ilegal y en el 64 comienza la gran persecución en Roma,
en la que se ejecuta a Pedro y a Pablo.
La segunda fecha importante es la de la ruina de Jerusalén
en el año 70, tras cuatro años de guerra contra los Romanos. La vida de Israel
fue tan profundamente perturbada por esta tragedia que, en adelante, sería
imposible hablar del mundo palestino como se hacía antes. La Iglesia, por su
parte, tuvo en adelante su centro en el mundo romano. Pero nuestros tres
primeros evangelios y las cartas de Pablo ignoran esos cambios, y por tanto son
anteriores a éstos.
Muchos autores no aceptan estas conclusiones y el argumento
que esgrimen es éste : los párrafos en los cuales el evangelio se refiere a las
profecías de Jesús sobre la destrucción de Jerusalén contienen demasiadas
precisiones, y por tanto no son palabras del propio Jesús, sino que los
redactaron personas que ya habían presenciado ese acontecimiento.
En realidad, cuando se ha traducido correctamente los textos
y se analiza tanto lo que dicen como lo que no dicen, se cae en la cuenta que
la profecía es tan imprecisa como puede ser cualquier profecía. Si el autor
hubiera sido testigo de su cumplimiento, habría ciertamente evocado el incendio
del Templo que fue para los judíos la señal más terrible; pero en realidad no se
encuentra en los evangelios al menos traza de este acontecimiento. Al
contrario, las dos menciones del Templo vacío pero no destruido en Lc 13,35, y
del Templo destruido en Lc 21,16 refutan todas estas especulaciones; no hay
duda que las profecías de Jesús han sido conservadas como las dijo (ver las
notas). Sin embargo, como se viene diciendo, y este argumento es aún más
determinante, si el evangelio hubiera sido escrito después de la ruina de
Jerusalén, toda su mirada sobre Jesús y su misión habría sido diferente.
Lucas, compañero de Pablo en sus viajes, debió haber redactado
su obra en dos volúmenes (el Evangelio y los Hechos) por los años 62-64.
Terminó los Hechos poco antes de la muerte de Pablo, de la que no habla su
libro. Escritor notable, no tanto por el estilo como por la manera escrupulosa
con que utilizaba sus fuentes, se sirvió del evangelio griego que Pablo
utilizaba en sus misiones, una traducción nueva del evangelio hebreo de
Jerusalén, pero sin el bloque que ocupa los capítulos 7-8 de Marcos y la
sección paralela de Mateo. Y lo completó por medio de otros documentos que
había encontrado en las iglesias de Palestina, especialmente la famosa fuente
Q.
Nuestro evangelio de Mateo debió haber sido escrito más o
menos por la misma fecha. Su autor fue testigo de la excomunión de los
cristianos, y por eso quiso tranquilizarlos: aunque fueran excluidos, ellos
constituían el verdadero Israel. La figura que presenta de Pedro da a entender
el prestigio de que gozaba en la Iglesia. Pero, y esto vale también para Lucas,
no podría haber escrito como lo hizo si hubiera conocido la destrucción de
Jerusalén y del Templo el año 70. Esta obra retoma el evangelio en griego que
pertenecía a los cristianos helenistas, junto con todo el aporte que éstos le
habían introducido, cosa de la que ya hemos hablado. Integra además varios otros
documentos entre ellos la fuente Q.
En cuanto a Marcos, secretario de Pedro (1Pe 5,13) después
de haber sido el asistente de Pablo (He 12,25; Filem 24), parece que escribió
un poco después. De hecho, una atenta lectura parece demostrar que Marcos fue
testigo de las persecuciones romanas, pero no de la ruina de Jerusalén. Su
evangelio es más corto que los de Mateo y de Lucas, porque se contentó con
reproducir el primer evangelio que llamamos “el evangelio de Jerusalén”, pero
lo hizo combinando las dos versiones griegas que se habían hecho de él: la de
los helenistas, ya utilizada por Mateo, y la otra con la cual Lucas se había
familiarizado cuando acompañaba a Pablo.
El evangelio y las
Cartas de Juan
Cosa curiosa, el Evangelio de Juan es tanto el texto más
reciente del Nuevo Testamento, publicado hacia el 95, como la obra de la que se
tienen los fragmentos más antiguos. Algunos papiros encontrados en las arenas
de Egipto, que datan de los años 110-130, contienen párrafos de Juan.
Juan no tenía que componer documentos procedentes de la
catequesis apostólica, ya que los evangelios sinópticos estaban bastante
difundidos por aquella época. De ese material él sólo retomó algunas páginas,
porque su objetivo era dar su testimonio personal. La manera como ha construido
“discursos” de Jesús a partir de palabras auténticas, pero que desarrolló en
base a su larga experiencia y merced a sus dones proféticos, ha hecho pensar a
muchos que sólo hacía teología a distancia. Se ha querido considerarlo como un
teólogo genial que elaboró el dogma para los tiempos futuros y no como un
testigo. Juan, sin embargo, afirma y no cesa de repetir que está dando un
testimonio.
Algunos, impresionados por las precisiones y la seguridad de
las páginas que narran los hechos y los gestos de Jesús, sostuvieron que esas
páginas habían sido escritas por un autor diferente del los discursos, que
habría intervenido mucho más tarde para dar a ese material un sentido que no
tenía al principio. Pero el estudio de las estructuras literarias del Evangelio
ha demostrado que el mismo autor de las páginas consideradas antiguas escribió
también las nuevas. Véase la introducción a este Evangelio.
¿Por qué cuatro
evangelios?
Esta pregunta encierra un par por lo menos. Después de lo
que se ha dicho sobre el origen de nuestros cuatro evangelios, uno puede
preguntarse por qué no hay otros, o por qué únicamente fueron retenidos éstos
por la Iglesia. También se puede preguntar por qué la Iglesia los conservó con
sus diferencias o sin considerar el hecho de que en muchos lugares se repiten
pura y simplemente fuera de algunos detalles que parecen insignificantes.
En primer lugar, es un hecho que nuestros evangelios son los
más antiguos. Si uno busca testimonios auténticos, es evidente que los textos
escritos por los años 60-95, es decir, antes de que se terminara la generación
de los apóstoles y de sus auxiliares, tienen un valor infinitamente superior.
Saber si un texto presentado como evangelio estaba o no de
acuerdo con la tradición de los apóstoles fue, durante los dos primeros siglos,
el criterio esencial. Cuando apareció en el siglo segundo el Evangelio de Pedro
y se difundió por algunas iglesias de Asia Menor, el obispo Serapión, que fue
el primero en denunciarlo, no trató de probar que no provenía de Pedro sino que
demostró el desacuerdo entre tal evangelio y la regla de la fe. La fe recibida
de los apóstoles sostenía que Jesús había sufrido tal como lo habían anunciado
los textos del profeta Isaías, los que habían sido señalados por el mismo Jesús
a los Doce. En cambio, si bien el Evangelio de Pedro reproducía palabras de
Jesús copiadas la mayoría de las veces de los evangelios reconocidos, no dudaba
en negar la realidad humana y la pasión de Jesús, afirmando que el Hijo de Dios
no había sido realmente clavado en la cruz.
Nunca existió la situación, que uno podría imaginar, de
varios evangelios en circulación con el problema de tener que elegir entre
ellos. Nuestros evangelios se impusieron inmediatamente en toda el área de la
evangelización, no sólo porque provenían de personalidades de primer plano sino
porque había garantías de su origen. Cuando hoy en día se mencionan los
evangelios apócrifos de Pedro, de Tomás, de Santiago... hay que reconocer su
propósito filosófico: se atienen a los dichos de Jesús de carácter más
enigmático porque sus autores buscaban allí una base para sus teorías,
habitualmente en la línea gnóstica. Posiblemente contienen algunas palabras
auténticas ignoradas de nuestros evangelios, y no se puede negar a priori que
provengan de una tradición digna de fe, pero de ello no hay ninguna prueba.
Sobre todo son los textos encontrados en Egipto, en Nag
Hammadi, los que han hecho resurgir esa cuestión, porque allí se encontraron
evangelios apócrifos al lado de escritos gnósticos no cristianos. Pero es
probable que todos esos textos provengan de asentamientos monásticos de San
Pacomio, en donde se mezclaban ascetas y filósofos de todas las confesiones.
Cuando en el siglo cuarto San Atanasio impuso un control más serio de la fe,
los no ortodoxos que allí vivían enterraron su literatura y sus obras con la
esperanza de recuperarlas después; y allí permanecieron hasta nuestra época.
Salvo excepciones, las Iglesias primitivas no conocieron esos otros evangelios
que habitualmente se quedaron en manos de sus autores.
Cuatro evangelios más
bien que uno
Fue en el siglo segundo, en Asia Menor, cuando Marción llevó
a cabo la empresa de fundir los evangelios en uno solo. La razón no era de
orden práctica, Marción se sentía llamado a reformar la Iglesia que, según él,
no había sido fiel a la ruptura propiciada por Pablo entre la Ley y la fe. Veía
una oposición absoluta entre la revelación del Antiguo Testamento, con su Dios
vengativo, tal vez útil en un primer momento, y la revelación auténtica del Dios
Amor. Marción quería que la Iglesia dejase el Antiguo Testamento a los judíos
y, para dar un carácter más drástico a la revolución del Nuevo Testamento, sólo
conservó una selección de las cartas de Pablo y el Evangelio de Lucas, al que
consideraba como el más ajeno al Antiguo Testamento.
Tener un solo evangelio en vez de cuatro evitaba muchos
problemas y además tenía ventajas prácticas. Marción fortificó la convicción de
que en realidad sólo hay un evangelio. Esa convicción inspiró años más tarde el
trabajo de Taciano. Aunque era discípulo de Justino, el filósofo mártir, que
elogiaba la diversidad de los cuatro evangelios, Taciano trató de fusionar los
cuatro evangelios en uno solo, iniciando así la larga serie de las ediciones
“Los cuatro evangelios en uno solo”. De esa manera abrevió enormemente el libro
en un tiempo en que los manuscritos eran caros, y evitó al lector el fastidio
de las repeticiones.
Pero es fácil ver los aspectos negativos de su trabajo. Aun
cuando, a primera vista, parezca que muchos relatos son idénticos en Mateo,
Marcos y Lucas, una mirada más atenta descubre que las diferencias son
importantes. Éstas nos ayudan a captar el punto de vista del autor y a
revitalizar algunos acentos que éste quiso introducir en su relato, en otras
palabras, su interpretación personal. Además, el plan que el autor impuso a su
relato no es nada despreciable; las grandes líneas que quiso resaltar
desaparecen en esa fusión de los cuatro en uno, y al final no se tiene más que
un texto didáctico.
Justino consideraba los evangelios como “recuerdos” de los
apóstoles. Con esto captaba un aspecto importante de la lectura bíblica, que en
primer lugar no está destinada a transmitir enseñanzas, sino que nos pone
frente a testimonios. La Iglesia debía, pues, recibir los cuatro evangelios
tales como eran, con sus pequeñas contradicciones que creaban problemas y
ofrecían pistas a sus comentaristas. La presencia de tantos relatos tres veces
repetidos aportaba una especie de confirmación de su verdad. Y si Juan, por su
parte, daba a la Iglesia un evangelio espiritual, a menudo muy distante de los
sinópticos, se le agradecía haber enseñado una gnosis (o ciencia) cristiana que
no disminuía en nada la realidad humana de Cristo con su pasión. El evangelio
de Juan respetaba lo esencial: que el Verbo de Dios había cumplido las
Escrituras y la profecía de Isaías, aceptando en su carne la pasión y la muerte
por el pecado.
Las lecturas modernas de la Escritura no han invalidado
estos juicios. Muy al contrario, las diferencias e incluso las contradicciones
entre los evangelios aparecen como una garantía de su sinceridad: los autores
no buscaron conciliar los textos con el fin de imponer una interpretación
convenida. En los siglos pasados cualquier discrepancia entre los evangelistas inquietaba
a los comentaristas; como se creía que los textos sagrados habían sido dictados
por el Espíritu Santo o por algún ángel del Señor, el ángel debía acordarse de
todos los detalles y, a no ser que el evangelista fuera sordo, la menor
diferencia ofendía a la verdad divina. Hoy en día, con excepción de algunos
fundamentalistas, la objeción ha sido superada: si había un ciego o dos a la
salida de Jericó, ¿qué cambio supone? Los ataques en contra de la credibilidad
de los cuatro evangelios han venido siempre de otros horizontes, esencialmente
de una incapacidad de creer, lo que es totalmente normal y legítimo, incluso
entre los expertos de la Escritura.
2.4. Las Cartas de
los Apóstoles
Los apóstoles eran itinerantes y permanecían comunicados con
sus iglesias. Nos han quedado una veintena de sus cartas. Si bien en el Nuevo
Testamento aparecen después de los Evangelios y los Hechos, casi todas ellas
son anteriores a la publicación de los evangelios. La primera carta de Pablo a
los Tesalonicenses es del año 50 ó 51 y el texto relativo a la Eucaristía en la
primera Carta a los Corintios es anterior al que figura en los Evangelios.
Se le han atribuido a san Pablo catorce de esas cartas.
Pero, en realidad, la última, a los Hebreos, no es de él.
En el Nuevo Testamento, a las cartas de Pablo siguen siete
cartas llamadas católicas, es decir, no destinadas a una comunidad o persona en
particular, sino a toda una región; ahora se llamarían cartas encíclicas. En
realidad, esta distinción hay que tomarla con cautela, porque una carta
aparentemente dirigida a una persona pudo haber sido destinada en realidad a un
grupo de iglesias. Ese es a lo mejor el caso de las cartas llamadas pastorales
de Pablo. Timoteo y Tito reciben cartas que tal vez ellos mismos le pidieron a
Pablo, que proporcionarán a las iglesias las bases de su disciplina.
Esa distinción entre las cartas destinadas a una persona o a
una comunidad y las que son más bien cartas encíclicas no es muy diferente de
la que habría que hacer entre cartas y epístolas. La carta en sentido estricto
está dirigida a personas conocidas por el autor, contiene detalles personales,
no da explicación sobre puntos que los lectores conocían aun cuando para
nosotros, que ignoramos las circunstancias precisas, algunos detalles de la
carta sean difíciles de interpretar. La epístola, en cambio, es algo así como
una exposición, va dirigida a lectores que el autor no conoce personalmente y
nada dice de personal sobre el autor o los destinatarios. Pero tampoco en este
caso se puede trazar una frontera precisa. No es imposible que algún autor
anónimo, por no decir un falsificador, haya dado apariencias de una carta a lo
que en realidad no era más que una epístola, porque quería hacer pasar su
enseñanza como una verdadera carta del apóstol.
Esta última observación nos lleva a decir algunas palabras
sobre la autenticidad de las cartas de los apóstoles contenidas en el Nuevo
Testamento.
Problemas de
autenticidad: Desde fines del siglo primero el papa san Clemente, así como
san Ignacio, obispo de Antioquía y mártir, citan sin mayores explicaciones las
cartas de Pablo: Romanos, Corintios, Efesios. Se ve que para ellos esas cartas
formaban parte de las Escrituras y que, además, eran conocidas de toda la
Iglesia. Eso mismo sostenía ya la 2ª Carta de Pedro (3,16). Es prácticamente
cierto que por esa época, y tal vez desde hacía años, había una colección de
las cartas de Pablo que se usaban tanto en Asia Menor como en Roma; esta
colección sólo ignoraba las cartas a los Hebreos y las Pastorales. Al comienzo,
las dos cartas a los Corintios no estaban separadas, y tampoco lo estaban las
dos a los Tesalonicenses. En esa colección las cartas estaban clasificadas
según su extensión, comenzando por los Romanos y terminando con Tesalonicenses.
Nunca se ha puesto en duda la autenticidad de las cuatro
primeras cartas, comúnmente llamadas “las grandes epístolas”, y tampoco las de
Filipenses, Filemón y la 1ª a los Tesalonicenses. Todas ellas fueron escritas
entre los años 50 a 60. En cambio, numerosos trabajos han tomado posición a
favor o en contra de la autenticidad de las demás cartas. Lo que dio origen a
las objeciones sobre la autenticidad fue esencialmente la idea –para algunos
una convicción total- de que Pablo tuvo desde el comienzo una síntesis doctrinal
absolutamente fija a la que no añadiría ni cambiaría nada en el futuro. De
igual modo, estudiando las primeras cartas paulinas, algunos creyeron que
podían establecer “el” vocabulario de Pablo, y según ellos las expresiones
nuevas que se encuentran en otras cartas bastarían para demostrar que no son
auténticas.
Saber qué palabras pertenecen al vocabulario de un autor y
qué palabras no pudo emplear es una cuestión muy delicada, tanto más cuanto que
las cartas sólo representan un número limitado de páginas. Se entra así en
problemas muy complejos para cuya solución se necesita una computadora, y aún
así, hay que encontrar la manera adecuada de hacerle a la computadora preguntas
que no falseen la investigación. Ahora bien, hasta ahora las investigaciones llevadas
con computadora no han descartado la autenticidad de ninguna de las cartas
discutidas de Pablo, ni siquiera de sus cartas pastorales.
Por lo demás, las hipótesis que impugnan la autenticidad de
la mitad de las cartas de Pablo han permanecido mudas sobre dos puntos
esenciales. ¿Cómo pudieron los falsificadores haber producido obras tan
verdaderas, tan consonantes con los otros escritos de Pablo y, al mismo tiempo,
portadoras del Espíritu? Y más aún: ¿Cómo pudieron los falsificadores o
“discípulos de tiempos posteriores” haber introducido sus fabricaciones en la
colección tan reducida de los libros que se tenían por inspirados? ¿Quién los
habría recibido sin antes cerciorarse en las iglesias a las cuales se pretendía
que habían sido dirigidas? Ese género de fraude habría sido posible en una Edad
Media bastante crédula, pero no en el mundo alfabetizado y controlado como era
el de los judíos en el Imperio Romano del primer siglo.
Las cartas católicas
En el Nuevo Testamento vienen en seguida siete cartas
atribuidas a Santiago, Pedro, Juan y Judas. Se las llama católicas, es decir,
que no están dirigidas a una persona o a una comunidad, sino que se
transmitirán a todas las comunidades. Ese es también el caso del Apocalipsis de
Juan, que es un poco anterior a su evangelio y debe fecharse por los años 95-96
(según el testimonio preciso de Ireneo).
Estas cartas han suscitado menos estudios que las de Pablo.
Una de las razones es que el Protestantismo ha dado siempre prioridad a las
grandes cartas de Pablo, viendo en ellas, y especialmente en la Carta a los
Romanos, la regla de la fe. La carta de Santiago, alejada de esos problemas,
parecía sólo interesarse por la predicación moral. La 1ª Carta de Pedro parecía
un calco un poco borroso de las cartas de Pablo, sin fijarse que Pablo mismo
había tomado algunos de sus elementos. La 2ª Carta de Pedro y la Carta de Judas
desconcertaban y no faltan para considerarlas como obras de fines del siglo
primero, si no más tardías aún. (Véase la introducción a esas cartas).
El Evangelio de Juan es inseparable de sus cartas y
especialmente de la primera que podría ser como una especie de introducción a
este evangelio, a no ser que pretendiera descartar algunas interpretaciones
erróneas de ese evangelio.
En cambio, es más difícil afirmar que Juan Evangelista, el
discípulo al que Jesús amaba, sea también el autor del Apocalipsis.
El Apocalipsis y su
género
No son más que dos los libros del Nuevo Testamento que sólo
fueron universalmente aceptados a fines del siglo segundo: la carta a los
Hebreos y el Apocalipsis (véase el párrafo sobre el Canon de las Escrituras en
la nota final sobre la Escritura). Los orientales, mucho mejor dotados para
apreciar el griego de los autores bíblicos, rechazaron la carta a los Hebreos
porque veían que no era de Pablo, y de hecho, hoy en día, nadie defiende que
haya sido escrita por Pablo. En cambio aceptaban el Apocalipsis, mientras que a
los Romanos les parecía demasiado diferente del Evangelio de Juan para que
fuera del mismo autor. Es probable que los orientales tuvieran también razón en
eso y que encontraran en el Apocalipsis al mismo Juan, aun cuando este libro
perteneciera a un género de literatura completamente diferente.
Es conocido el peligro de querer encasillar a todo precio a
los libros de la Biblia en géneros literarios más o menos convencionales cuyo
conocimiento permitiría descubrir la realidad de la que dan testimonio,
bastante distante de lo que dicen. No obstante, los excesos cometidos en este
campo no nos excusan de tratar de descubrir aquello que el autor quería decir
ni de tener cuenta de las reglas a las que se plegaban los escritores de aquel
tiempo. alejándose sin embargo de lo que dicen. En el caso del Apocalipsis,
tenemos el ejemplo de una manera muy particular de escribir y de dar una visión
sobrenatural de acontecimientos de los que está tejida la historia. Véase al
respecto la Introducción al Apocalipsis.
2.5. Los Escritos del Nuevo Testamento: LA
CRÍTICA Y LA FE
Las fechas de composición
puestas en tela de juicio: El creyente se siente a veces un poco
decepcionado cuando se le dice que el evangelio no es una reproducción exacta
de los hechos y gestos de Jesús; si bien la Iglesia nos dice que el testimonio
es auténtico, no nos garantiza la exactitud de todos los detalles. El creyente
preferiría pensar que los evangelios fueron escritos muy temprano, por testigos
directos, pero, aun cuando no fuera este el caso, la fe no se vería
desconcertada porque el libro sagrado es palabra de Dios sean cuales fueren sus
autores. Nos inclinamos, pues, a preferir una fecha temprana para la
composición de los evangelios, pero si la investigación nos lleva a fechas más
tardías, no tendremos por qué desconcertarnos.
No pasa lo mismo con el incrédulo, porque no puede aceptar
el testimonio tal cual es. Más que hablar de una falsificación, hará lo
imposible para poner muchos años e intermediarios entre los testigos directos
de Jesús y los evangelios que poseemos. Imaginará largas tradiciones orales,
relatos anteriores que se copian, se deforman y se adaptan a las necesidades de
cada momento. Y lo mismo piensa sobre los escritos de los apóstoles: si no
cree, no estará en paz hasta que no haya demostrado que ninguno de los
testimonios sobre la divinidad de Cristo proviene de testigos directos.
Siendo así que en el mundo de los exegetas y comentaristas
de la Biblia abundan tanto no creyentes como cristianos convencidos, se ha
ejercido de manera constante une fuerte presión para hacer retroceder la fecha
de composición de los evangelios hasta el final del primer siglo. No obstante,
en numerosas ocasiones aquellos que han optado por evangelios más tardíos no
han dudado en reconocer que no tenían ningún argumento decisivo para hacerlo y
que, en definitiva, se trataba solamente de un sentimiento.
Hay que decir en descargo de esos autores que algunos
errores, que se denuncian actualmente, falsearon la investigación. Hemos
expuesto el problema de Marcos, considerado erróneamente como el evangelio
primitivo y cuyo estudio sin embargo mostraba su complejidad. Al no ver que los
nudos se debían en gran parte a la fusión por Marcos de dos traducciones
diferentes, se veían obligados a retrasar la fecha de composición de los
sinópticos Hemos dado para los tres primeros evangelios las fechas más
probables, de 63 a 70, no obstante muchos autores consideran que no es
necesario demostrar que Mateo Y Lucas fueron escritos después del año 85,
cuando los testigos ya habían desaparecido y para lectores que no se
preocupaban por la exactitud de los hechos.
Lo mismo ocurrió con las cartas apostólicas; un error de
traducción en la segunda carta a Timoteo (véase la nota en 2Tim 1,17), obligaba
a situar esa carta, y por consiguiente las cartas a los Efesios y a los
Colosenses, durante la cautividad de Pablo en Roma. Pero esa cautividad en Roma
sólo podía ser posterior al año 63, lo que suscitaba muy serias dificultades. A
partir del momento en que esa cautividad era la que tuvo Pablo en Cesárea (He
23-26), las circunstancias y la razón de ser de esas cartas tomaban consistencia.
Las razones del
corazón para recibir o rechazar un testimonio
Tal como lo muestra el libro de los Hechos en muchos lugares
(13,43; 14,4; 17,32), cuando se presentan los testimonios, algunos creen, otros
se abstienen de juzgar, y otros se burlan. El Evangelio mismo dice como será
acogido (Jn 3,31). Periódicamente los medios de comunicación se hacen eco de
discusiones sobre Jesús, su mensaje... pero es muy raro que se oiga una palabra
de fe. Se publican libros, algunas veces firmados por religiosos que exponen
los pros y contras, y al fin el lector llega a la conclusión de que todo es
posible, pero nada seguro.
Cuando el creyente abre el libro sagrado, el texto se
defiende por sí mismo, el mensaje testimonia su propia verdad. Pero no podrá
investigar las incógnitas y las dificultades sin que surjan preguntas y dudas
que es preciso resolver y sobre los cuales cada uno deberá decidir
personalmente. Pues en el caso de los documentos cristianos como para toda
investigación histórica, es muy difícil demostrar que los testimonios deben ser
creídos: en este campo la certeza nunca es la de las matemáticas. Entonces
muchos expertos nos pondrán sobre aviso. Según ellos, los autores nunca
quisieron afirmar más que a mitad lo que se desprende de los textos, y sería
necesario usar mil filtros para alcanzar los hechos reales; nadie podría
hacerse una idea correcta de quién era Jesús sin pasar por el hebreo, el
griego, la lingüística... y más todavía, la duda sistemática respecto de sus
testigos (Mt 23,13).
Jesús frente a la historia, la autenticidad de los escritos
o su interpretación, son éstas cuestiones sobre las cuales jamás se obtendrá un
consenso entre los expertos, no sólo porque nuestras informaciones son
limitadas, sino también y sobre todo porque nadie es imparcial en un asunto de
esta índole. Se ha dicho que la gente pondría en duda que “dos más dos son
cuatro” si hubiera en ello algún interés. Ahora bien, nadie puede permanecer
indiferente frente al mensaje del evangelio. Este presenta a Jesús como el Hijo
único de Dios, muerto y resucitado, salvador de todos los hombres, y ésas son
afirmaciones imposibles de aceptar si no se tiene fe.
Algunos piensan que los creyentes se equivocan más na menudo
porque su fe los vuelve más ciegos frente a los argumentos de la razón. Lo
contrario es mucho más probable, como lo vamos a decir.
El Nuevo Testamento,
el misterio y la fe
Si nos hemos extendido sobre el problema de la fecha y de
los autores de los evangelios ha sido porque la revelación cristiana está
ineludiblemente ligada a la historia. Si el libro no es histórico, se
transforma en una sabiduría o una religión, y la fe cristiana no es en primer
lugar una sabiduría ni una religión. En esta edición no podemos dar
justificaciones más técnicas; tenemos que atenernos a lo que se puede decir sin
temor a ser contradicho por la historia y la crítica. La historia de Jesús no
se pierde en la bruma, podemos aproximarnos a él siguiendo las indicaciones que
nos dan los textos con ayuda de la crítica. Pero aún así tendremos que afrontar
un misterio, el de la revelación y del Dios hecho hombre.
Toda la cultura moderna es “científica” y técnica, sólo
acepta como verdadero lo que entra en los marcos de la ciencia experimental.
Está demasiado ilusionada por los espejismos del internet y de sus otros
ídolos, así que Dios no juzga útil multiplicar ahí sus milagros. Muchos hacen
entonces el siguiente racionamiento: si ahora no puedo ver hechos semejantes a
los narrados en el evangelio, ¿cómo puedo creer que eso sucedió antes? Pero todo
sería diferente si formaran parte de la otra parte de la humanidad, la que se
hunde día a día en la miseria y la descomposición social. Más aún, todo sería
diferente si los escépticos formaran parte de una Iglesia ferviente cuyos
miembros fueran lo bastante pobres como para tener necesidad de Dios, lo
bastante sencillos como para no vivir ciegos frente a El. Porque entonces
serían testigos de constantes intervenciones de Dios.
Cada uno juzga a partir de su propia experiencia. Nuestros
comentarios sobre la multiplicación de los panes no manifiestan la menor
vacilación con respecto a la realidad del milagro: eso se debe simplemente a
que hemos tenido la suerte de conocer a los testigos directos de semejantes
milagros. De igual modo la higuera que se seca, los poseídos (por verdaderos
demonios) exorcizados, los cánceres y la tuberculosis en último grado sanados
súbitamente, incluso cuando el enfermo no ha sido consciente, y muchas otras
cosas, todo eso sería difícil creerlo si no fuera confirmado por una experiencia.
Algunos creyentes dirán (tal vez como Ajaz en Is 7,12): “No
necesito milagros para creer”. Tienen razón en teoría, y así se podría
interpretar Jn 4,48 (pero no Jn 20,29). No obstante el Dios en quien se cree no
es el mismo si se cree, no sólo en que tenga el poder de hacer milagros sino en
que realmente los hará en medio de nosotros. Y si hace estos milagros, nuestra
manera de interpretar el Nuevo Testamento será muy diferente. No puede ser de
otra manera, puesto que el Evangelio, tal como Dios lo ha ofrecido, es
inseparablemente palabra y manifestación (como diría Juan), palabra y poder
(como diría Marcos). Y la alegría de que nos habla Lucas, la que regocija y
hace saltar, y que procede directamente de la contemplación del Dios Salvador,
no es dada al que sólo estudia la Biblia.
Para entrar en el Nuevo Testamento, es necesaria una
experiencia de fe; con ella se lo comprende y se lo juzga cuando la historia y
la crítica nos obligan a abordar dificultades o dudas. Y es con fe como se debe
hacer su lectura. Todo no tiene en él la misma importancia, ni todos los días
se encuentran en él respuestas, pero el creyente irá descubriendo poco a poco
la lógica interna de la obra. Y acabaremos por reconocer que los 27 libros
constituyen un solo y único monumento.
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