CARTA CÍCLICA PROVIDENTISSIMUS DEUS (LEÓN XIII – 1893)
SOBRE LOS ESTUDIOS BÍBLICOS
1. La providencia de Dios, que por un admirable designio de
amor elevó en sus comienzos al género humano a la participación de la
naturaleza divina y, sacándolo después del pecado y de la ruina original, lo
restituyó a su primitiva dignidad, quiso darle además el precioso auxilio de
abrirle por un medio sobrenatural los tesoros ocultos de su divinidad, de su
sabíduría y de su misericordia(1). Pues aunque en la divina revelación se
contengan también cosas que no son inaccesibles a la razón humana y que han
sido reveladas al hombre, «a fin de que todos puedan conocerlas fácilmente, con
firme certeza y sin mezcla de error, no puede decirse por ello, sin embargo,
que esta revelación sea necesaria de una manera absoluta, sino porque Dios en
su infinita bondad ha destinado al hombre a su fin sobrenatural»(2). «Esta
revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal», se halla
contenida tanto «en las tradiciones no escritas» como «en los libros escritos»,
llamados sagrados y canónicos porque, «escritos bajo la inspiración del
Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y en tal concepto han sido dados a la
Iglesia»(3). Eso es lo que la Iglesia no ha cesado de pensar ni de profesar
públicamente respecto de los libros de uno y otro Testamento. Conocidos son los
documentos antiguos e importantísimos en los cuales se afirma que Dios —que
habló primeramente por los profetas, después por sí mismo y luego por los
apóstoles— nos ha dado también la Escritura que se llama canónica(4), y que no
es otra cosa sino los oráculos y las palabras divinas(5), una carta otorgada
por el Padre celestial al género humano, en peregrinación fuera de su patria, y
transmitida por los autores sagrados(6). Siendo tan grande la excelencia y el
valor de las Escrituras, que, teniendo a Dios mismo por autor, contienen la
indicación de sus más altos misterios, de sus designios y de sus obras, síguese
de aquí que la parte de la teología que se ocupa en la conservación y en la
interpretación de estos libros divinos es de suma importancia y de la más
grande utilidad.
2. Y así Nos, de la misma manera que hemos procurado, y no
sin fruto, gracias a Dios, hacer progresar con frecuentes encíclicas y
exhortaciones otras ciencias que nos parecían muy provechosas para el
acrecentamiento de la gloria divina y de la salvación de los hombres, así
también nos propusimos desde hace mucho tiempo excitar y recomendar este
nobilísimo estudio de las Sagradas Letras y dirigirlo de una manera más
conforme a las necesidades de los tiempos actuales. Nos mueve, y en cierto modo
nos impulsa, la solicitud de nuestro cargo apostólico, no solamente a desear
que esta preciosa fuente de la revelación católica esté abierta con la mayor
seguridad y amplitud para la utilidad del pueblo cristiano, sino también a no
tolerar que sea enturbiada, en ninguna de sus partes, ya por aquellos a quienes
mueve una audacia impía y que atacan abiertamente a la Sagrada Escritura, ya
por los que suscitan a cada paso novedades engañosas e imprudentes.
3. No ignoramos, ciertamente, venerables hermanos, que no
pocos católicos sabios y de talento se dedican con ardor a defender los libros
santos o a procurar un mayor conocimiento e inteligencia de los mismos. Pero,
alabando a justo título sus trabajos y sus frutos, no podemos dejar de exhortar
a los demás cuyo talento, ciencia y piedad prometen en esta obra excelentes
resultados, a hacerse dignos del mismo elogio. Queremos ardientemente que sean
muchos los que emprendan como conviene la defensa de las Sagradas Letras y se
mantengan en ello con constancia; sobre todo, que aquellos que han sido
llamados, por la gracia de Dios, a las órdenes sagradas, pongan de día en día
mayor cuidado y diligencia en leer, meditar y explicar las Escrituras, pues
nada hay más conforme a su estado.
4. Aparte de su importancia y de la reverencia debida a la
palabra de Dios, el principal motivo que nos hace tan recomendable el estudio
de la Sagrada Escritura son las múltiples ventajas que sabemos han de resultar
de ello, según la promesa cierta del Espíritu Santo: «Toda la Escritura,
divinamente inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir, para
instruir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y pronto a
toda buena obra»(7). Los ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo y de los
apóstoles demuestran que con este designio ha dado Dios a los hombres las
Escrituras. Jesús mismo, en efecto, que «se ha conciliado la autoridad con los
milagros y que ha merecido la fe por su autoridad y ha ganado a la multitud por
la fe»(8), tenía costumbre de apelar a la Sagrada Escritura en testimonio de su
divina misión. En ocasiones se sirve de los libros santos para declarar que es
el enviado de Dios y Dios mismo; de ellos toma argumentos para instruir a sus
discípulos y para apoyar su doctrina; defiende sus testimonios contra las
calumnias de sus enemigos, los opone a los fariseos y saduceos en sus
respuestas y los vuelve contra el mismo Satanás, que atrevidamente le
solicitaba; los emplea aun al fin de su vida y, una vez resucitado, los explica
a sus discípulos hasta que sube a la gloria de su Padre.
5. Los apóstoles, de acuerdo con la palabra y las enseñanzas
del Maestro y aunque El mismo les concedió el don de hacer milagros(9), sacaron
de los libros divinos un gran medio de acción para propagar por todas las
naciones la sabiduría cristiana, vencer la obstinación de los judíos y sofocar
las herejías nacientes. Este hecho resalta en todos sus discursos, y en primer
término en los de San Pedro, los cuales tejieron en gran parte de textos del
Antiguo Testamento el apoyo más firme de la Nueva Ley. Y lo mismo aparece en
los evangelios de San Mateo y San Juan y en las epístolas llamadas Católicas; y
de manera clarísima en el testionio de aquel que se gloriaba de haber estudiado
la ley de Moisés y los Profetas «a los pies de Gamaliel», para poder decir
después con confianza, provisto de armas espirituales: «Las armas de nuestra
milicia no son carnales, sino poderosas para con Dios»(10).
6. Que todos, pues, y muy especialmente los soldados de la
sagrada milicia, comprendan, por los ejemplos de Cristo y de los apóstoles, en
cuánta estimación deben ser tenidas las divinas Letras y con cuánto celo y con
qué respeto les es preciso aproximarse a este arsenal. Porque aquellos que
deben tratar, sea entre doctos o entre ignorantes, la doctrina de la verdad, en
ninguna parte fuera de los libros santos encontrarán enseñanzas más numerosas y
más completas sobre Dios, Bien sumo y perfectísimo, y sobre las obras que ponen
de manifiesto su gloria y su amor. Acerca del Salvador del género humano,
ningún texto tan fecundo y conmovedor como los que se encuentran en toda la
Biblia, y por esto ha podido San Jerónimo afirmar con razón «que la ignorancia
de las Escrituras es la ignorancia de Cristo»(11), en ellas se ve viva y
palpitante su imagen, de la cual se difunde por manera maravillosa el alivio de
los males, la exhortación a la virtud y la invitación al amor divino. Y en lo
concerniente a la Iglesia, su institución, sus caracteres, su misión v sus
dones se encuentran con tanta frecuencia en la Escritura y existen en su favor
tantos y tan sólidos argumentos, que el mismo San Jerónimo ha podido decir con
mucha razón: «Aquel que se apoya en los testimonios de los libros santos es el
baluarte de la Iglesia»(12). Si lo que se busca es algo relacionado con la
conformación y disciplina de la vida y de las costumbres, los hombres
apostólicos encontrarán en la Biblia grandes y excelentes recursos:
prescripciones llenas de santidad, exhortaciones sazonadas de suavidad y de
fuerza, notables ejemplos de todas las virtudes, a lo cual se añade, en nombre
y con palabras del mismo Dios, la importantísima promesa de las recompensas y
el anuncio de las penas para toda la eternidad.
7. Esta virtud propia y singular de las Escrituras,
procedente del soplo divino del Espíritu Santo, es la que da autoridad al
orador sagrado, le presta libertad apostólica en el hablar y le suministra una
elocuencia vigorosa y convincente. El que lleva en su discurso el espíritu y la
fuerza de la palabra divina «no habla solamente con la lengua, sino con la
virtud del Espíritu Santo y con grande abundancia»(13). Obran, pues, con
torpeza e imprevisión los que hablan de la religión y anuncian los preceptos divinos
sin invocar apenas otra autoridad que las de la ciencia y de la sabiduria
humana, apoyándose más en sus propios argumentos que en los argumentos divinos.
Su discurso, aunque brillante, será necesariamente lánguido y frío, como
privado que está del fuego de la palabra de Dios(14), y está muy lejos de la
virtud que posee el lenguaje divino: «Pues la palabra de Dios es viva y eficaz
y más penetrante que una espada de dos filos y llega hasta la división del alma
y del espíritu»(15). Aparte de esto, los mismos sabios deben convenir en que
existe en las Sagradas Letras una elocuencia admirablemente variada, rica y más
digna de los más grandes objetos; esto es lo que San Agustín ha comprendido y
perfectamente probado(16) y lo que confirma la experiencia de los mejores
oradores sagrados, que han reconocido, con agradecimiento a Dios, que deben su
fama a la asidua familiaridad y piadosa meditación de la Biblia.
8. Conociendo a fondo todas estas riquezas en la teoría y en
la práctica, los Santos Padres no cesaron de elogiar las Divinas Letras y los
frutos que de ellas se pueden obtener. En más de un pasaje de sus obras llaman
a los libros santos «riquísimo tesoro de las doctrinas celestiales»(17) y
«eterno manantial de salvación»(18), y los comparan a fértiles praderas y a
deliciosos jardines, en los que la grey del Señor encuentra una fuerza
admirable y un maravilloso encanto(19). Aquí viene bien lo que decía San
Jerónimo al clérigo Nepociano: «Lee a menudo las divinas Escrituras; más aún,
no se te caiga nunca de las manos la sagrada lectura; aprende lo que debes
enseñar...; la predicación del presbítero debe estar sazonada con la lección de
las Escrituras»(20), y concuerda la opinión de San Gregorio Magno, que ha
descrito como nadie los deberes de los pastores de la Iglesia: «Es necesario
—dice— que los que se dedican al ministerio de la predicación no se aparten del
estudio de los libros santos»(21).
9. Y aquí nos place recordar este aviso de San Agustín: «No
será en lo exterior un verdadero predicador de la palabra de Dios aquel que no
la escucha en el interior de sí mismo»(22); y este consejo de San Gregorio a
los predicadores sagrados: «que antes de llevar la palabra divina a los otros
se examinen a sí mísmos, no sea que, procurando las buenas acciones de los demás,
se descuiden de sí propios»(23). Mas esto había ya sido advertido, siguiendo el
ejemplo y la enseñanza de Cristo, que empezó a obrar y a enseñar(24), por la
voz del Apóstol al dirigirse no solamente a Timoteo, sino a todo el orden de
los eclesiásticos con este precepto: «Vela con atención sobre ti y sobre la
doctrina, insiste en estas cosas; pues obrando así, te salvarás a ti mismo y
salvarás a tus oyentes»(25). Y ciertamente, para la propia y ajena
santificación, se encuentran preciosas ayudas en los libros santos, y abundan
sobre todo en los Salmos; pero sólo para aquellos que presten a la divina
palabra no solamente un espíritu dócil y atento, sino además una perfecta y
piadosa disposición de la voluntad. Porque la condición de estos libros no es común,
sino que, por haber sido dictados por el mismo Espíritu Santo, contienen
verdades muy importantes, ocultas y difíciles de interpretar en muchos puntos;
y por ello, para comprenderlos y explicarlos, tenemos siempre necesidad de la
presencia de este mismo Espíritu(26), esto es, de su luz y de su gracia, que,
como frecuentemente nos advierte la autoridad del divino salmista, deben ser
imploradas por medio de la oración humilde y conservadas por la santidad de
vida.
10. Y en esto aparece de un modo esplendoroso la previsión
de la Iglesia, la cual, «para que este celestial tesoro de los libros sagrados,
que el Espíritu Santo entregó a los hombres con soberana liberalidad, no fuera
desatendido»(27), ha proveído en todo tiempo con las mejores instituciones y
preceptos. Y así estableció no solamente que una gran parte de ellos fuera
leída y meditada por todos sus ministros en el oficio diario de la sagrada
salmodia, sino que fueran explicados e interpretados por hombres doctos en las
catedrales, en los monasterios y en los conventos de regulares donde pudiera
prosperar su estudio: y ordenó rigurosamente que los domingos y fiestas
solemnes sean alimentados los fieles con las palabras saludables del
Evangelio(28). Asimismo, a la prudencia y vigilancia de la Iglesia se debe
aquella veneración a la Sagrada Escritura, en todo tiempo floreciente y fecunda
en frutos de salvación.
11. Para confirmar nuestros argumentos y nuestras
exhortaciones, queremos recordar que todos los hombres notables por la santidad
de su vida y por su conocimiento de las cosas divinas, desde los principios de
la religión cristiana, han cultivado siempre con asiduidad el estudio de las
Sagradas Letras. Vemos que los discípulos más inmediatos de los apóstoles,
entre los que citaremos a Clemente de Roma, a Ignacio de Antioquía, a
Policarpo, a todos los apologistas, especialmente Justino e Ireneo, para sus
cartas y sus libros, destinados ora a la defensa, ora a la propagación de los
dogmas divinos, sacaron de las divinas Letras toda su fe, su fuerza y su
piedad. En las escuelas catequéticas y teológicas que se fundaron en la
jurisdicción de muchas sedes episcopales, y entre las que figuran como más
célebres las de Alejandría y Antioquía, la enseñanza que en ellas se daba no
consistía, por decirlo así, más que en la lectura, explicación y defensa de la
palabra de Dios escrita. De estas aulas salieron la mayor parte de los Santos
Padres y escritores, cuyos profundos estudios y notables obras se sucedieron
durante tres siglos con tan grande abundancia, que este período fue llamado con
razón la Edad de Oro de la exégesis bíblica.
12. Entre los orientales, el primer puesto corresponde a
Orígenes, hombre admirable por la rápida concepción de su entendimiento y por
la constancia en sus trabajos, en cuyas numerosos escritos y en la inmensa obra
de sus Hexaplas puede decirse que se han inspirado casi todos sus sucesores.
Entre los muchos que han extendido los límites de esta ciencia es preciso
enumerar como los más eminentes: en Alejandría, a Clemente y a Cirilo; en
Palestina, a Eusebio y al segundo Cirilo; en Capadocia, a Basilio el Grande y a
los dos Gregorios, el Nacianceno y el de Nisa; y en Antioquía, a Juan
Crisóstomo, en quien a una notable erudición se unió la más elevada elocuencia.
13. La Iglesia de Occidente no ostenta menores títulos de
gloria. Entre los numerosos doctores que se han distinguido en ella, ilustres
son los nombres de Tertuliano y de Cipriano, de Hilario y de Ambrosio, de León
y Gregorio Magnos; pero sobre todo los de Agustín y de Jerónimo: agudísimo el
uno para descubrir el sentido de la palabra de Dios y riquísimo en sacar de
ella partido para defender la verdad católica; el otro, por su conocimiento
extraordinario de la Biblia y por sus magníficos trabajos sobre los libros
santos, ha sido honrado por la Iglesia con el título de Doctor Máximo.
14. Desde esta época hasta el siglo XI, aunque esta clase de
estudios no fueron tan ardientes ni tan fructuosamente cultivados como en las
épocas precedentes, florecieron bastante, gracias, sobre todo, al celo de los
sacerdotes. Estos cuidaron de recoger las obras más provechosas que sus
predecesores habían escrito y de propagarlas después de haberlas asimilado y
aumentado de su propia cosecha, como hicieron sobre todo Isidoro de Sevilla,
Beda y Alcuino; o bien de glosar los manuscritos sagrados, como Valfrido,
Estrabón y Anselmo de Luán; o de proveer con procedimientos nuevos a la
conservación de los mismos, como hicieron Pedro Damián y Lanfranco.
15. En el siglo XII, muchos emprendieron con gran éxito la
explicación alegórica de la Sagrada Escritura; en este género aventajó
fácilmente a los demás San Bernardo, cuyos sermones no tienen otro sabor que el
de las divinas Letras.
16. Pero también se realizaron nuevos y abundantes progresos
gracias al método de los escolásticos. Estos, aunque se dedicaron a investigar
la verdadera lección de la versión latina, como lo demuestran los correctorios
bíblicos que crearon, pusieron todavía más celo y más cuidado en la
interpretación y en la explicación de los libros santos. Tan sabia y claramente
como nunca hasta entonces distinguieron los diversos sentidos de las palabras
sagradas; fijaron el valor de cada una en materia teológica; anotaron los
diferentes capítulos y el argumento de cada una de las partes; investigaron las
intenciones de los autores y explicaron la relación y conexión de las distintas
frases entre sí; con lo cual todo el mundo ve cuánta luz ha sido llevada a
puntos oscuros. Además, tanto sus libros de teología como sus comentarios a la
Sagrada Escritura manifiestan la abundancia de doctrina que de ella sacaron. A
este título, Santo Tomás se llevó entre todos ellos la palma.
17. Pero desde que nuestro predecesor Clemente V mandó
instituir en el Ateneo de Roma y en las más célebres universidades cátedras de
literatura orientales, nuestros hombres empezaron a estudiar con más vigor
sobre el texto original de la Biblia y sobre la versión latina. Renacida más
tarde la cultura griega, y más aún por la invención de la imprenta, el cultivo
de la Sagrada Escritura se extendió de un modo extraordinario. Es realmente
asombroso en cuán breve espacio de tiempo los ejemplares de los sagrados
libros, sobre todo de la Vulgata, multiplicados por la imprenta, llenaron el
mundo; de tal modo eran venerados y estimados los divinos libros en la Iglesia.
18. Ni debe omitirse el recuerdo de aquel gran número de
hombres doctos, pertenecientes sobre todo a las órdenes religiosas, que desde
el concilio de Viena hasta el de Trento trabajaron por la prosperidad de los
estudios bíblicos; empleando nuevos métodos y aportando la cosecha de su vasta
erudición y de su talento, no sólo acrecentaron las riquezas acumuladas por sus
predecesores, sino que prepararon en cierto modo el camino para la gloria del
siguiente siglo, en el que, a partir del concilio de Trento, pareció hasta
cierto punto haber renacido la época gloriosa de los Padres de la Iglesia.
Nadie, en efecto, ignora, y nos agrada recordar, que nuestros predecesores,
desde Pío IV a Clemente VIII, prepararon las notables ediciones de las
versiones antiguas Vulgata y Alejandrina; que, publicadas después por orden y
bajo la autoridad de Sixto V y del mismo Clemente, son hoy día de uso general.
Sabido es que en esta época fueron editadas, al mismo tiempo que otras versiones
de la Biblia, las poliglotas de Amberes y de París, aptísimas para la
investigación del sentido exacto, y que no hay un solo libro de los dos
Testamentos que no encontrara entonces más de un intérprete; ni existe cuestión
alguna relacionada con este asunto que no ejecitara con fruto el talento de
muchos sabios, entre los que cierto número, sobre todo los que estudiaron más a
los Santos Padres, adquirieron notable renombre. Ni a partir de esta época ha
faltado el celo a nuestros exegetas, ya que hombres distinguidos han merecido
bien de estos estudios, y contra los ataques del racionalismo, sacados de la
filología y de las ciencias afines, han defendido la Sagrada Escritura
sirviéndose de argumentos del mismo género.
19. Todos los que sin prevenciones examinen esta rápida
reseña nos concederán ciertamente que la Iglesia no ha perdonado recurso alguno
para hacer llegar hasta sus hijos las fuentes saludables de la Divina
Escritura; que siempre ha conservado este auxilio, para cuya guarda ha sido
propuesta por Dios, y que lo ha reforzado con toda clase de estudios, de tal
modo que no ha tenido jamás, ni tiene ahora, necesidad de estímulos por parte
de los extraños.
20. El plan que hemos propuesto exige que comuniquemos con
vosotros, venerables hermanos, lo que estimamos oportuno para la buena
ordenación de estos estudios. Pero importa ante todo examinar qué clase de
enemigos tenemos enfrente y en qué procedimientos o en qué armas tienen puesta
su confianza.
21. Como antiguamente hubo que habérselas con los que,
apoyándose en su juicio particular y recurriendo a las divinas tradiciones y al
magisterio de la Iglesia, afirmaban que la Escritura era la única fuente de
revelación y el juez supremo de la fe; así ahora nuestros principales
adversarios son los racionalistas, que, hijos y herederos, por decirlo así, de
aquéllos y fundándose igualmente en su propia opinión, rechazan abiertamente
aun aquellos restos de fe cristiana recibidos de sus padres. Ellos niegan, en
efecto, toda divina revelación o inspiración; niegan la Sagrada Escritura;
proclaman que todas estas cosas no son sino invenciones y artificios de los
hombres; miran a los libros santos, no como el relato fiel de acontecimientos
reales, sino como fábulas ineptas y falsas historias. A sus ojos no han
existido profecías, sino predicciones forjadas después de haber ocurrido los
hechos, o presentimientos explicables por causas naturales; para ellos no
existen milagros verdaderamente dignos de este nombre, manifestaciones de la
omnipotencia divina, sino hechos asombrosos, en ningún modo superiores a las
fuerzas de la naturaleza, o bien ilusiones y mitos; los evangelios y los
escritos de los apóstoles han de ser atribuidos a otros autores.
22. Presentan este cúmulo de errores, con los que creen
poder anonadar a la sacrosanta verdad de los libros divinos, como veredictos
inapelables de una nueva ciencia libre; pero que tienen ellos mismos por tan
inciertos, que con frecuencia varían y se contradicen en unas mismas cosas. Y
mientras juzgan y hablan de una manera tan impía respecto de Dios, de Cristo,
del Evangelio y del resto de las Escrituras, no faltan entre ellos quienes
quisieran ser considerados como teólogos, como cristianos y como evangélicos, y
que bajo un nombre honrosísimo ocultan la temeridad de un espíritu insolente. A
estos tales se juntan, participando de sus ideas y ayudándolos, otros muchos de
otras disciplinas, a quienes la misma intolerancia de las cosas reveladas
impulsa del mismo modo a atacar a la Biblia. Nos no sabríamos deplorar
demasiado la extensión y la violencia que de día en día adquieren estos
ataques. Se dirigen contra hombres instruidos y serios que pueden defenderse
sin gran dificultad; pero se ceban principalmente en la multitud de los
ignorantes, como enemigos encarnizados de manera sistemática. Por medio de
libros, de opúsculos y de periódicos propagan el veneno mortífero; lo insinúan
en reuniones y discursos; todo lo han invadido, y poseen numerosas escuelas
arrancadas a la tutela de la Iglesia, en las que depravan miserablemente, hasta
por medio de sátiras y burlas chocarreras, las inteligencias aún tiernas y
crédulas de los jóvenes, excitando en ellos el desprecio hacia la Sagrada
Escritura.
23. En todo esto hay, venerables hermanos, hartos motivos
para excitar y animar el celo común de los pastores, de tal modo que a esa
ciencia nueva, a esa falsa ciencia(29), se oponga la doctrina antigua y
verdadera que la Iglesia ha recibido de Cristo por medio de los apóstoles y
surjan hábiles defensores de la Sagrada Escritura para este duro combate.
24. Nuestro primer cuidado, por lo tanto, debe ser éste: que
en los seminarios y en las universidades se enseñen las Divinas Letras punto
por punto, como lo piden la misma importancia de esta ciencia y las necesidades
de la época actual. Por esta razón, nada debéis cuidar tanto como la prudente
elección de los profesores; para este cometido importa efectivamente nombrar,
no a personas vulgares, sino a los que se recomienden por un grande amor y una
larga práctica de la Biblia, por una verdadera cultura científica y, en una
palabra, por hallarse a la altura de su misión. No exige menos cuidado la tarea
de procurar quienes después ocupen el puesto de éstos. Será conveniente que,
allí donde haya facilidad para ello, se escoja, entre los alumnos mejores que
hayan cursado de manera satisfactoria los estudios teológicos, algunos que se
dediquen por completo a los libros divinos con la posibilidad de cursar en
algún tiempo estudios superiores. Cuando los profesores hayan sido elegidos y
formados de este modo, ya pueden emprender con confianza la tarea que se les
encomienda; y para que mejor la lleven y obtengan los resultados que son de
esperar, queremos darles algunas instrucciones más detalladas.
25. Al comienzo de los estudios deben atender al grado de
inteligencia de los discípulos, para formar y cultivar en ellos un criterio,
apto al mismo tiempo para defender los libros divinos y para captar su sentido.
Tal es el objeto del tratado de la introducción bíblica, que suministra al
discípulo recursos; para demostrar la integridad y autoridad de la Biblia, para
buscar y descubrir su verdadero sentido y para atacar de frente las
interpretaciones sofísticas, extirpándolas en su raíz. Apenas hay necesidad de
indicar cuán importante es discutir estos puntos desde el principio, con orden,
científicamente y recurriendo a la teología; pues todo el restante estudio de
la Escritura se apoya en estas bases y se ilumina con estos resplandores.
26. El profesor debe aplicarse con gran cuidado a dar a
conocer a fondo la parte más fecunda de esta ciencia, que concierne a la
interpretación, y para que sus oyentes sepan de qué modo podrán utilizar las
riquezas de la palabra divina en beneficio de la religión y de la piedad. Comprendemos
ciertamente que ni la extensión de la materia ni el tiempo de que se dispone
permiten recorrer en las aulas todas las Escrituras. Pero, toda vez que es
necesario poseer un método seguro para dirigir con fruto su interpretación, un
maestro prudente deberá evitar al mismo tiempo el defecto de los que hacen
gustar deprisa algo de todos los libros, y el defecto de aquellos otros que se
detienen en una parte determinada más de la cuenta. Si en la mayor parte de las
escuelas no se puede conseguir, como en las academias superiores, que este o
aquel libro sea explicado de una manera continua y extensa, cuando menos se ha
de procurar que los pasajes escogidos para la interpretación sean estudiados de
un modo suficiente y completo; los discípulos, atraídos e instruidos por este
módulo de explicación, podrán luego releer y gustar el resto de la Biblia
durante toda su vida.
27. El profesor, fiel a las prescripciones de aquellos que
nos precedieron, deberá emplear para esto la versión Vulgata, la cual el concilio
Tridentino decretó que había de ser tenida «como auténtica en las lecturas
públicas, en las discusiones, en las predicaciones y en las explicaciones»(30),
y la recomienda también la práctica cotidiana de la Iglesia. No queremos decir,
sin embargo, que no se hayan de tener en cuenta las demás versiones que alabó y
empleó la antigüedad cristiana, y sobre todo los textos primitivos. Pues si en
lo que se refiere a los principales puntos el pensamiento del hebreo y del
griego está suficientemente claro en estas palabras de la Vulgata, no obstante,
si algún pasaje pesulta ambiguo o menos claro en ella, «el recurso a la lengua
precedente» será, siguiendo el consejo de San Agustín, utilísimo(31). Claro es
que será preciso proceder con mucha circunspección en esta tarea; pues el
oficio «del comentador es exponer, no lo que él mismo piensa, sino lo que
pensaba el autor cuyo texto explica»(32).
28. Después de establecida por todos los medios, cuando sea
preciso, la verdadera lección, habrá llegado el momento de escudriñar y
explicar su sentido. Nuestro primer consejo acerca de este punto es que
observen las normas que están en uso respecto de la interpretación, con tanto
más cuidado cuanto el ataque de nuestros adversarios es sobre este particular
más vivo. Por eso, al cuidado de valorar las palabras en sí mismas, la
significación de su contexto, los lugares paralelos, etc., deben unirse también
la ilustración de la erudición conveniente; con cautela, sin embargo, para no
emplear más tiempo ni más esfuerzo en estas cuestiones que en el estudio de los
libros santos y para evitar que un conocimiento demasiado extenso y profundo de
tales cosas lleve al espíritu de la juventud más turbación que ayuda.
29. De aquí se pasará con seguridad al uso de la Sagrada
Escritura en materia teológica. Conviene hacer notar a este respecto que a las
otras causas de dificultad que se presentan para entender cualquier libro de
autores antiguos se añaden algunas particularidades en los libros sagrados. En
sus palabras, por obra del Espíritu Santo, se oculta gran número de verdades
que sobrepujan en mucho la fuerza y la penetración de la razón humana, como son
los divinos misterios y otras muchas cosas que con ellos se relacionan: su
sentido es a veces más amplio y más recóndito de lo que parece expresar la
letra e indican las reglas de la hermenéutica; además, su sentido literal
oculta en sí mismo otros significados que sirven unas veces para ilustrar los
dogmas y otras para inculcar preceptos de vida; por lo cual no puede negarse
que los libros sagrados se hallan envueltos en cierta oscuridad religiosa, de
manera que nadie puede sin guía penetrar en ellos(33). Dios lo ha querido así
(ésta es la opinión de los Santos Padres) para que los hombres los estudien con
más atención y cuidado, para que las verdades más penosamente adquiridas
penetren más profundamente en su corazón y para que ellos comprendan sobre todo
que Dios ha dado a la Iglesia las Escrituras a fin de que la tengan por guía y
maestra en la lectura e interpretación de sus palabras. Ya San Ireneo
enseñó(34) que, allí donde Dios ha puesto sus carismas, debe buscarse la
verdad, y que aquellos en quienes reside la sucesión de los apóstoles explican
las Escrituras sin ningún peligro de error: ésta es su doctrina y la doctrina
de los demás Santos Padres, que adoptó el concilio Vaticano cuando, renovando
el decreto tridentino sobre la interpretación de la palabra divina escrita,
declaró ser la mente de éste que «en las cosas de fe y costumbres que se
refieren a la edificación de la doctrina cristiana ha de ser tenido por
verdadero sentido de la Escritura Sagrada aquel que tuvo y tiene la santa madre
Iglesia, a la cual corresponde juzgar del verdadero sentido e interpretación de
las Santas Escrituras; y, por lo tanto, que a nadie es lícito interpretar dicha
Sagrada Escritura contra tal sentido o contra el consentimiento unánime de los
Padres»(35).
30. Por esta ley, llena de prudencia, la Iglesia no detiene
ni coarta las investigaciones de la ciencia bíblica, sino más bien las mantiene
al ábrigo de todo error y contribuye poderosamente a su verdadero progreso.
Queda abierto al doctor un vasto campo en el que con paso seguro pueda
ejercitar su celo de intérprete de manera notable y con provecho para la
Iglesia. Porque en aquellos pasajes de la Sagrada Escritura que todavía esperan
una explicación cierta y bien definida, puede acontecer, por benévolo designio
de la providencia de Dios, que con este estudio preparatorio llegue a madurar;
y, en los puntos ya definidos, el doctor privado puede también desempeñar un
papel útil si los explica con más claridad a la muchedumbre de los fieles o más
científicamente a los doctos, o si los defiende con energía contra los
adversarios de la fe. El intérprete católico debe, pues, mirar como un deber
importantísimo y sagrado explicar en el sentido declarado los textos de la
Escritura cuya significación haya sido declarada auténticamente, sea por los
autores sagrados, a quienes les ha guiado la inspiración del Espíritu Santo
—como sucede en muchos pasajes del Nuevo Testarnento—, sea por la Iglesia,
asistida también por el mismo Espíritu Santo «en juicio solemne o por su
magisterio universal y ordinario»(36), y llevar al convencimiento de que esta
interpretación es la única que, conforme a las leyes de una sana hermenéutica,
puede aceptarse. En los demás puntos deberá seguir la analogía de la fe y tomar
como norma suprema la doctrina católica tal como está decidida por la autoridad
de la Iglesía; porque, siendo el mismo Dios el autor de los libros santos y de
la doctrina que la Iglesia tiene en depósito, no puede suceder que proceda de
una legítima interpretación de aquéllos un sentido que discrepe en alguna
manera de ésta. De donde resulta que se debe rechazar como insensata y falsa
toda explicación que ponga a los autores sagrados en contradicción entre sí o
que sea opuesta a la enseñanza de la Iglesia.
31. El maestro de Sagrada Escritura debe también merecer
este elogio: que posee a fondo toda la teología y que conoce perfectamente los
comentarios de los Santos Padres, de los doctores y de los mejores intérpretes.
Tal es la doctrina de San Jerónimo(37) y de San Agustín, quien se queja, con
razón, en estos términos: «Si toda ciencia, por poco importante que sea y fácil
de adquirir, pide ser enseñada por un doctor o maestro, ¡qué cosa más
orgullosamente temeraria que no querer aprender de sus intérpretes los libros
de los divinos misterios!»(38). Igualmente pensaron otros Santos Padres y lo
confirmaron con su ejemplo «al procurar la inteligencia de las divinas Escrituras
no por su propia presunción, sino según los escritos y la autoridad de sus
predecesores, que sabían haber recibido, por sucesión de los apóstoles, las
reglas para su interpretación»(39).
32. La autoridad de los Santos Padres, que después de los
apóstoles «hicieron crecer a la Iglesia con sus esfuerzos de jardineros,
constructores, pastores y nutricios»(40), es suprema cuando explican
unánimemente un texto bíblico como perteneciente a la doctrina de la fe y de
las costumbres; pues de su conformidad resulta claramente, según la doctrina
católica, que dicha explicación ha sido recibida por tradición de los
apóstoles. La opinión de estos mismos Padres es también muy estimable cuando
tratan de estas cosas como doctores privados; pues no solamente su ciencia de
la doctrina revelada y su conocimiento de muchas cosas de gran utilidad para
interpretar los libros apostólicos los recomiendan, sino que Dios mismo ha
prodigado los auxilios abundantes de sus luces a estos hombres notabilísimos
por la santidad de su vida y por su celo por la verdad. Que el intérprete sepa,
por lo tanto, que debe seguir sus pasos con respeto y aprovecharse de sus
trabajos mediante una elección inteligente.
33. No es preciso, sin embargo, creer que tiene cerrado el
camino para no ir más lejos en sus pesquisas y en sus explicaciones cuando un
motivo razonable exista para ello, con tal que siga religiosamente el sabio
precepto dado por San Agustín: «No apartarse en nada del sentido literal y
obvio, como no tenga alguna razón que le impida ajustarse a él o que haga
necesario abandonarlo»(41); regla que debe observarse con tanta más firmeza
cuanto existe un mayor peligro de engañarse en medio de tanto deseo de
novedades y de tal libertad de opiniones. Procure asimismo no descuidar lo que
los Santos Padres entendieron en sentido alegórico o parecido, sobre todo
cuando este significado derive del sentido literal y se apoye en gran número de
autoridades. La Iglesia ha recibido de los apóstoles este método de
interpretación y lo ha aprobado con su ejemplo, como se ve en la liturgia; no
que los Santos Padres hayan pretendido demostrar con ello propiamente los
dogmas de la fe, sino que sabían por experiencia que este método era bueno para
alimentar la virtud y la piedad.
34. La autoridad de los demás intérpretes católicos es, en
verdad, menor; pero, toda vez que los estudios bíblicos han hecho en la Iglesia
continuos progresos, es preciso dar el honor que les corresponde a los
comentarios de estos doctores, de los cuales se pueden tomar muchos argumentos
para rechazar los ataques y esclarecer los puntos difíciles. Pero lo que no
conviene en modo alguno es que, ignorando o despreciando las excelentes obras
que los nuestros nos dejaron en gran número, prefiera el intérprete los libros
de los heterodoxos y busque en ellos, con gran peligro de la sana doctrina y
muy frecuentemente con detrimento de la fe, la explicación de pasajes en los
que los católicos vienen ejercitando su talento y multiplicando sus esfuerzos
desde hace mucho tiempo y con éxito. Pues aunque, en efecto, los estudios de
los heterodoxos, prudentemente utilizados, puedan a veces ayudar al intérprete
católico, importa, no obstante, a éste recordar que, según numerosos
testimonios de nuestros mayores(42), el sentido incorrupto de las Sagradas
Letras no se encuentra fuera de la Iglesia y no puede ser enseñado por los que,
privados de la verdad de la fe, no llegan hasta la médula de las Escrituras,
sino que únicamente roen su corteza(43).
35. Es muy de desear y necesario que el uso de la divina
Escritura influya en toda la teología y sea como su alma; tal ha sido en todos
los tiempos la doctrina y la práctica de todos los Padres y de los teólogos más
notables. Ellos se esforzaban por establecer y afirmar sobre los libros santos
las verdades que son objeto de la fe y las que de éste se derivan; y de los
libros sagrados y de la tradición divina se sirvieron para refutar las
novedades inventadas por los herejes y para encontrar la razón de ser, la
explicación y la relación que existe entre los dogmas católicos. Nada tiene
esto de sorprendente para el que reflexione sobre el lugar tan importante que
corresponde a los libros divinos entre las fuentes de la revelación, hasta el
punto de que sin su estudio y uso diario no podría la teología ser tratada con
el honor y dignidad que le son propios. Porque, aunque deban los jóvenes
ejercitarse en las universidades y seminarios de manera que adquieran la
inteligencia y la ciencia de los dogmas deduciendo de los artículos de la fe
unas verdades de otras, según las reglas de una filosofía experimentada y
sólida, no obstante, el teólogo profundo e instruido no puede descuidar la
demostración de los dogmas basada en la autoridad de la Biblia. «Porque la
teología no toma sus argumentos de las demás ciencias, sino inmediatamente de
Dios por la revelación. Por lo tanto, nada recibe de esas ciencias como si le
fueran superiores, sino que las emplea como a sus inferiores y seguidoras».
Este método de enseñanza de la ciencia sagrada está indicado y recomendado por
el príncipe de los teólogos, Santo Tomás de Aquino(44), el cual, además, como
perfecto conocedor de este peculiar carácter de la teología cristiana, enseña
de qué manera el teólogo puede defender estos principios si alguien los ataca:
«Argumentando, si el adversario concede algunas de las verdades que tenemos por
revelación; y en este sentido disputamos contra los herejes aduciendo las
autoridades de la Escritura o empleando un artículo de la fe contra los que
niegan otro. Por el contrario, si el adversario no cree en nada revelado, no
nos queda recurso para probar los artículos de la fe con razones, sino sólo
para deshacer las que él proponga contra la fe»(45).
36. Hay que poner, por lo tanto, especial cuidado en que los
jóvenes acometan los estudios bíblicos convenientemente instruidos y
pertrechados, para que no defrauden nuestras legítimas esperanzas ni, lo que
sería más grave, sucumban incautamente ante el error, engañados por las
falacias de los racionalistas y por el fantasma de una erudición superficial.
Estarán perfectamente preparados si, con arreglo al método que Nos mismo les
hemos enseñado y prescrito, cultivan religiosamente y con profundidad el estudio
de la filosofia y de la teología bajo la dirección del mismo Santo Tomás. De
este modo procederán con paso firme y harán grandes progresos en las ciencias
bíblicas como en la parte de la teología llamada positiva.
37. Haber demostrado, explicado y aclarado la verdad de la
doctrina católica mediante la interpretación legítima y diligente de los libros
sagrados es mucho ciertamente; resta, sin embargo, otro punto que fijar y tan
importante como laborioso: el de afirmar con la mayor solidez la autoridad íntegra
de los mismos. Lo cual no podrá conseguirse plena y enteramente sino por el
magisterio vivo y propio de la Iglesia, que «por sí misma y a causa de su
admirable difusión, de su eminente santidad, de su fecundidad inagotable en
toda suerte de bienes, de su unidad católica, de su estabilidad invencible, es
un grande y perpetuo motivo de credibilidad y una prueba irrefutable de su
divina misión»(46). Pero toda vez que este divino e infalible magisterio de la
Iglesia descansa también en la autoridad de la Sagrada Escritura, es preciso
afirmar y reivindicar la fe, cuando menos, en la Biblia, por cuyos libros, como
testimonios fidedignos de la antigüedad, serán puestas de manifiesto y
debidamente establecidas la divinidad y la misión de Jesucristo, la institución
de la jerarquía de la Iglesia y la primacía conferida a Pedro y a sus
sucesores.
38. A este fin será muy conveniente que se multipliquen los
sacerdotes preparados, dispuestos a combatir en este campo por la fe y a
rechazar los ataques del enemigo, revestidos de la armadura de Dios, que
recomienda el Apóstol(47), y entrenados en las nuevas armas y en la nueva
estrategia de sus adversarios. Es lo que hermosamente incluye San Juan
Crisóstomo entre los deberes del sacerdote: «Es preciso —dice— emplear un gran
celo a fin de que la palabra de Dios habite con abundancia en nosotros(48); no
debemos, pues, estar preparados para un solo género de combate, porque no todos
usan las mismas armas ni tratan de acometernos de igual manera. Es, por lo
tanto, necesario que quien ha de medirse con todos, conozca las armas y los
procedimientos de todos y sepa ser a la vez arquero y hondero, tribuno y jefe
de cohorte, general y soldado, infante y caballero, apto para luchar en el mar
y para derribar murallas; porque, si no conoce todos los medios de combatir, el
diablo sabe, introduciendo a sus raptores por un solo punto en el caso de que
uno solo quedare sin defensa, arrebatar las ovejas»(49). Más arriba hemos
mencionado las astucias de los enemigos y los múltiples medios que emplean en
el ataque. Indiquemos ahora los procedimientos que deben utilizarse para la
defensa.
39. Uno de ellos es, en primer término, el estudio de las
antiguas lenguas orientales y, al mismo tiempo, el de la ciencia que se llama
crítica. Siendo estos dos conocimientos en el día de hoy muy apreciados y
estimados, el clero que los posea con más o menos profundidad, según el país en
que se encuentre y los hombres con quienes esté en relación, podrá mejor
mantener su dignidad y cumplir con los deberes de su cargo, ya que debe hacerse
todo para todos(50) y estar siempre pronto a satisfacer a todo aguel que le
pida la razón de su esperanzas(51). Es, pues, necesario a los profesores de
Sagrada Escritura, y conviene a los teólogos, conocer las lenguas en las que
los libros canónicos fueron originariamente escritos por los autores sagrados;
sería también excelente que los seminaristas cultivasen dichas lenguas, sobre
todo aquellos que aspiran a los grados académicos en teología. Debe también
procurarse que en todas las academias, como ya se ha hecho laudablemente en
muchas, se establezcan cátedras donde se enseñen también las demás lenguas
antiguas, sobre todo las semíticas, y las materias relacionadas con ellas, con
vistas, sobre todo, a los jóvenes que se preparan para profesores de Sagradas
Letras.
40. Importa también, por la misma razón, que los susodichos
profesores de Sagrada Escritura se instruyan y ejerciten más en la ciencia de
la verdadera crítica; porque, desgraciadamente, y con gran daño para la religión,
se ha introducido un sistema que se adorna con el nombre respetable de «alta
crítica», y según el cual el origen, la integridad y la autoridad de todo libro
deben ser establecidos solamente atendiendo a lo que ellos llaman razones
internas. Por el contrario, es evidente que, cuando se trata de una cuestión
histórica, como es el origen y conservación de una obra cualquiera, los
testimonios históricos tienen más valor que todos los demás y deben ser
buscados y examinados con el máximo interés; las razones internas, por el
contrario, la mayoría de las veces no merecen la pena de ser invocadas sino, a
lo más, como confirmación. De otro modo, surgirán graves inconvenientes: los
enemigos de la religión atacarán la autenticidad de los libros sagrados con más
confianza de abrir brecha; este género de «alta crítica» que preconizan
conducirá en definitiva a que cada uno en la interpretación se atenga a sus
gustos y a sus prejuicios; de este modo, la luz que se busca en las Escrituras
no se hará, y ninguna ventaja reportará la ciencia; antes bien se pondrá de
manifiesto esa nota característica del error que consiste en la diversidad y
disentimiento de las opiniones, como lo están demostrando los corifeos de esta
nueva ciencia; y como la mayor parte están imbuidos en las máximas de una vana
filosofía y del racionalismo, no temerán descartar de los sagrados libros las
profecías, los milagros y todos los demás hechos que traspasen el orden
natural.
41. Hay que luchar en segundo lugar contra aquellos que,
abusando de sus conocimientos de las ciencias físicas, siguen paso a paso a los
autores sagrados para echarles en cara su ignorancia en estas cosas y
desacreditar así las mismas Escrituras. Como quiera que estos ataques se fundan
en cosas que entran en los sentidos, son peligrosísimos cuando se esparcen en
la multitud, sobre todo entre la juventud dedicada a las letras; la cual, una
vez que haya perdido sobre algún punto el respeto a la revelación divina, no
tardará en abandonar la fe en todo lo demás. Porque es demasiado evidente que
así como las ciencias naturales, con tal de que sean convenientemente
enseñadas, son aptas para manifestar la gloria del Artífice supremo, impresa en
las criaturas, de igual modo son capaces de arrancar del alma los principios de
una sana filosofía y de corromper las costumbres cuando se infiltran con
dañadas intenciones en las jóvenes inteligencias. Por eso, el conocimiento de
las cosas naturales será una ayuda eficaz para el que enseña la Sagrada
Escritura; gracias a él podrá más fácilmente descubrir y refutar los sofistas
de esta clase dirigidos contra los libros sagrados.
42. No habrá ningún desacuerdo real entre el teólogo y el
físico mientras ambos se mantengan en sus límites, cuidando, según la frase de
San Agustín, «de no afirmar nada al azar y de no dar por conocido lo
desconocido»(52). Sobre cómo ha de portarse el teólogo si, a pesar de esto,
surgiere discrepancia, hay una regla sumariamente indicada por el mismo Doctor:
«Todo lo que en materia de sucesos naturales pueden demostrarnos con razones
verdaderas, probémosles que no es contrario a nuestras Escrituras; mas lo que
saquen de sus libros contrario a nuestras Sagrada Letras, es decir, a la fe
católica, demostrémosles, en lo posible o, por lo menos, creamos firmemente que
es falsísimo»(53). Para penetrarnos bien de la justicia de esta regla, se ha de
considerar en primer lugar que los escritores sagrados, o mejor el Espíritu
Santo, que hablaba por ellos, no quisieron enseñar a los hombres estas cosas
(la íntima naturaleza o constitución de las cosas que se ven), puesto que en
nada les habían de servir para su salvación(54), y así, más que intentar en
sentido propio la exploración de la naturaleza, describen y tratan a veces las
mismas cosas, o en sentido figurado o según la manera de hablar en aquellos
tiempos, que aún hoy vige para muchas cosas en la vida cotidiana hasta entre
los hombres más cultos. Y como en la manera vulgar de expresarnos suele ante
todo destacar lo que cae bajo los sentidos, de igual modo el escritor sagrado —y
ya lo advirtió el Doctor Angélico— «se guía por lo que aparece
sensiblemente»(55), que es lo que el mismo Dios, al hablar a los hombres, quiso
hacer a la manera humana para ser entendido por ellos.
43. Pero de que sea preciso defender vigorosamente la Santa
Escritura no se sigue que sea necesario mantener igualmente todas las opiniones
que cada uno de los Padres o de los intérpretes posteriores han sostenido al
explicar estas mismas Escrituras; los cuales, al exponer los pasajes que tratan
de cosas físicas, tal vez no han juzgado siempre según la verdad, hasta el
punto de emitir ciertos principios que hoy no pueden ser aprobados. Por lo cual
es preciso descubrir con cuidado en sus explicaciones aquello que dan como
concerniente a la fe o como ligado con ella y aquello que afirman con
consentimiento unánime; porque, «en las cosas que no son de necesidad de fe,
los santos han podido tener pareceres diferentes, lo mismo que nosotros», según
dice Santo Tomás(56). El cual, en otro pasaje, dice con la mayor prudencia:
«Por lo que concierne a las opiniones que los filósofos han profesado
comúnmente y que no son contrarias a nuestra fe, me parece más seguro no
afirmarlas como dogmas, aunque algunas veces se introduzcan bajo el nombre de
filósofos, ni rechazarlas como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de
este mundo ocasión de despreciar nuestra doctrina»(57). Pues, aunque el
intérprete debe demostrar que las verdades que los estudiosos de las ciencias
físicas dan como ciertas y apoyadas en firmes argumentos no contradicen a la
Escritura bien explicada, no debe olvidar, sin embargo, que algunas de estas
verdades, dadas también como ciertas, han sido luego puestas en duda y
rechazadas. Que si los escritores que tratan de los hechos físicos, traspasados
los linderos de su ciencia, invaden con opiniones nocivas el campo de la
filosofía, el intérprete teólogo deje a cargo de los filósofos el cuidado de
refutarlas.
44. Esto mismo habrá de aplicarse después a las ciencias
similares, especialmente a la historia. Es de sentir, en efecto, que muchos
hombres que estudian a fondo los monumentos de la antigüedad, las costumbres y
las instituciones de los pueblos, investigan y publican con grandes esfuerzos
los correspondientes documentos, pero frecuentemente con objeto de encontrar
errores en los libros santos para debilitar y quebrantar completamente su
autoridad. Algunos obran así con demasiada hostilidad y sin bastante
equilibrio, ya que se fian de los libros profanos y de los documentos del
pasado como si no pudiese existir ninguna sospecha de error respecto a ellos,
mientras niegan, por lo menos, igual fe a los libros de la Escritura ante la
más leve sospecha de error y sin pararse siquiera a discutirla.
45. Puede ocurrir que en la transcripción de los códices se
les escaparan a los copistas algunas erratas; lo cual debe estudiarse con
cuidado y no admitirse fácilmente sino en los lugares que con todo rigor haya
sido demostrado; también puede suceder que el sentido verdadero de algunas
frases continúe dudoso; para determinarlo, las reglas de la interpretación
serán de gran auxilio; pero lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar
la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o conceder que el autor
sagrado haya cometido error. Ni se debe tolerar el proceder de los que tratan
de evadir estas dificultades concediendo que la divina inspiración se limita a
las cosas de fe y costumbres y nada más, porque piensan equivocadamente que,
cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente
lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho.
En efecto, los libros que la Iglesia ha recibido como sagrados y canónicos,
todos e íntegramente, en todas sus partes, han sido escritos bajo la
inspiración del Espíritu Santo; y está tan lejos de la divina inspiración el
admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino
que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios,
Verdad suma, no sea autor de ningún error.
46. Tal es la antigua y constante creencia de la Iglesia
definida solemnemente por los concilios de Florencia y de Trento, confirmada
por fin y más expresamente declarada en el concilio Vaticano, que dio este
decreto absoluto: «Los libros del Antigo y del Nuevo Testamento, íntegros, con
todas sus partes, como se describen en el decreto del mismo concilio
(Tridentino) y se contienen en la antigua versión latina Vulgata, deben ser
recibidos por sagrados y canónicos. La Iglesia los tiene por sagrados y
canónicos, no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana,
hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la
revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del
Espíritu Santo, tienen a Dios por autor»(58). Por lo cual nada importa que el
Espíritu Santo se haya servido de hombres como de instrumentos para escribir,
como si a estos escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les
pudiera haber deslizado algún error. Porque El de tal manera los excitó y movió
con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió
mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que El
quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad
infalible; de otra manera, El no sería el autor de toda la Sagrada Escritura.
47. Tal ha sido siempre el sentir de los Santos Padres. «Y
así —dice San Agustín—, puesto que éstos han escrito lo que el Espíritu Santo
les ha mostrado y les ha dicho, no debe decirse que no lo ha escrito El mismo,
ya que, como miembros, han ejecutado lo que la cabeza les dictaba»(59). Y San
Gregorio Magno dice: «Es inútil preguntar quién ha escrito esto, puesto que se
cree firmemente que el autor del libro es el Espíritu Santo; ha escrito, en
efecto, el que dictó lo que se había de escribir; ha escrito quien ha inspirado
la obra»(60). Síguese que quienes piensen que en los lugares auténticos de los
libros sagrados puede haber algo de falso, o destruyen el concepto católico de
inspiración divina, o hacen al mismo Dios autor del error.
48. Y de tal manera estaban todos los Padres y Doctores
persuadidos de que las divinas Letras, tales cuales salieron de manos de los
hagiógrafos, eran inmunes de todo error, que por ello se esforzaron, no menos
sutil que religiosamente, en componer entre sí y conciliar los no pocos pasajes
que presentan contradicciones o desemejanzas (y que son casi los mismos que hoy
son presentados en nombre de la nueva ciencia); unánimes en afirmar que dichos
libros, en su totalidad y en cada una de sus partes, procedían por igual de la
inspiración divina, y que el mismo Dios, hablando por los autores sagrados,
nada podía decir ajeno a la verdad. Valga por todos lo que el mismo Agustín
escribe a Jerónimo: «Yo confieso a vuestra caridad que he aprendido a dispensar
a solos los libros de la Escritura que se llaman canónicos la reverencia y el
honor de creer muy firmemente que ninguno de sus autores ha podido cometer un
error al escribirlos. Y si yo encontrase en estas letras algo que me pareciese
contrario a la verdad, no vacilaría en afirmar o que el manuscrito es
defectuoso, o que el traductor no entendió exactamente el texto, o que no lo he
entendido yo»(61).
49. Pero luchar plena y perfectamente con el empleo de tan
importantes ciencias para establecer la santidad de la Biblia, es algo superior
a lo que de la sola erudición de los intérpretes y de los teólogos se puede
esperar. Es de desear, por lo tanto, que se propongan el mismo objeto y se
esfuercen por lograrlo todos los católicos que hayan adquirido alguna autoridad
en las ciencias profanas. El prestigio de estos ingenios, si nunca hasta el
presente, tampoco hoy falta a la Iglesia, gracias a Dios, y ojalá vaya en
aumento para ayuda de la fe. Consideramos de la mayor importancia que la verdad
encuentre más numerosos y sólidos defensores que adversarios, pues no hay cosa
que tanto pueda persuadir al vulgo a aceptar la verdad como el ver a hombres
distinguidos en alguna ciencia profesarla abiertamente. Incluso la envidia de
los detractores se desvanecerá fácilmente, o al menos no se atreverán ya a
afirmar con tanta petulancia que la fe es enemiga de la ciencia, cuando vean a
hombres doctos rendir el mayor honor y la máxima reverencia a la fe.
50. Puesto que tanto provecho pueden prestar a la religión
aquellos a quienes la Providencia concedió, junto con la gracia de profesar la
fe católica, el feliz don del talento, es preciso que, en medio de esta lucha
violenta de los estudios que se refieren en alguna manera a las Escrituras,
cada uno de ellos elija la disciplina apropiada y, sobresaliendo en ella, se
aplique a rechazar victoriosamente los dardos que la ciencia impía dirige
contra aquéllas.
51. Aquí nos es grato tributar las merecidas alabanzas a la
conducta de algunos católicos, quienes, a fin de que los sabios puedan
entregarse con toda abundancia de medios a estos estudios y hacerlos progresar
formando asociaciones, gustan de contribuir generosamente con recursos
económicos. Excelente manera de emplear su dinero y muy apropiada a las
necesidades de los tiempos. En efecto, cuantos menos socorros pueden los
católicos esperar del Estado para sus estudios, más conviene que la liberalidad
privada se muestre pronta y abundante; de modo que aquellos a quienes Dios ha
dado riquezas, las consagren a conservar el tesoro de la verdad revelada.
52. Mas, para que tales trabajos aprovechen verdaderamente a
las ciencias bíblicas, los hombres doctos deben apoyarse en los principios que
dejamos indicados más arriba; sostengan con firmeza que un mismo Dios es el
creador y gobernador de todas las cosas y el autor de las Escrituras, y que,
por lo tanto, nada puede deducirse de la naturaleza de las cosas ni de los
monumentos de la historia que contradiga realmente a las Escrituras. Y si tal
pareciese, ha de demostrarse lo contrario, bien sometiendo al juicio prudente
de teólogos y exegetas cuál sea el sentido verdadero o verosímil del lugar de
la Escritura que se objeta, bien examinando con mayor diligencia la fuerza de
los argumentos que se aducen en contra. Ni hay que darse por vencidos si aun
entonces queda alguna apariencia en contrario, porque, no pudiendo de manera
alguna la verdad oponerse a la verdad, necesariamente ha de estar equivocada o
la intepretación que se da a las palabras sagradas o la parte contraria; si ni
lo uno ni lo otro apareciese claro, suspendamos el juicio de momento. Muchas
acusaciones de todo género se han venido lanzando contra la Escritura durante
largo tiempo y con tesón, que hoy están completamente desautorizadas como
vanas, y no pocas interpretaciones se han dado en otro tiempo acerca de algunos
lugares de la Escritura —que no pertenecían ciertamente a la fe ni a las
costumbres— en los que después una más diligente investigación ha aconsejado
rectificar. El tiempo borra las opiniones humanas, mas «la verdad se robustece
y permanece para siempre»(62). Por esta razón, como nadie puede lisonjearse de
comprender rectamente toda la Escritura, a propósito de la cual San Agustín
decía de sí mismo(63) que ignoraba más que sabía, cuando alguno encuentre en
ella algo demasiado difícil para podérselo explicar, tenga la cautela y
prudencia del mismo Doctor: «Vale más sentirse prisionero de signos
desconocidos, pero útiles, que enredar la cerviz, al tratar de interpretarlos
inútilmente, en las coyundas del error, cuando se creía haberla sacado del yugo
de la servidumbre»(64).
53. Si los hombres que se dedican a estos estudios
auxiliares siguen rigurosa y reverentemente nuestros consejos y nuestras
órdenes; si escribiendo y enseñando dirigen los frutos de sus esfuerzos a
combatir a los enemigos de la verdad y a precaver de los peligros de la fe a la
juventud, entonces será cuando puedan gloriarse de servir dignamente el interés
de las Sagradas Letras y de suministrar a la religión católica un apoyo tal
como la Iglesia tiene derecho a esperar de la piedad y de la ciencia de sus
hijos.
54. Esto es, venerables hermanos, lo que acerca de los
estudios de Sagrada Escritura hemos creído oportuno advertir y mandar en esta
ocasión movidos por Dios. A vosotros corresponde ahora procurar que se guarde y
se cumpla con la escrupulosidad debida; de suerte que se manifieste más y más
el reconocimiento debido a Dios por haber comunicado al género humano las
palabras de su sabiduría y redunde todo ello en la abundancia de frutos tan
deseados, especialmente en orden a la formación de la juventud levítica, que es
nuestro constante desvelo y la esperanza de la Iglesia. Procurad con vuestra
autoridad y vuestras exhortaciones que en los seminarios y centros de estudio
sometidos a vuestra jurisdicción se dé a estos estudios el vigor y la
prestancia que les corresponden. Que se lleven a cabo en todo bajo las
directrices de la Iglesia según los saludables documentos y ejemplos de los
Santos Padres y conforme al método laudable de nuestros mayores, y que de tal
manera progresen con el correr de los tiempos, que sean defensa y ornamento de
la verdad católica, dada por Dios para la eterna salvación de los pueblos.
55. Exhortamos, por último, paternalmente a todos los
alumnos y ministros de la Iglesia a que se acerquen siempre con mayor afecto de
reverencia y piedad a las Sagradas Letras, ya que la inteligencia de las mismas
no les será abierta de manera saludable, como conviene, si no se alejan de la
arrogancia de la ciencia terrena y excitan en su ánimo el deseo santo de la
sabiduría que viene de arribas(65). Una vez introducidos en esta disciplina e
ilustrados y fortalecidos por ella, estarán en las mejores condiciones para descubrir
y evitar los engaños de la ciencia humana y para percibir y referir al orden
sobrenatural sus frutos sólidos; caldeado así el ánimo, tenderá con más
vehemencia a la consecucíón del premio de la virtud y del amor divino:
«Bienaventurados los que investigan sus testimonios y le buscan de todo
corazón»(66).
56. Animados con la esperanza del divino auxilio y confiando
en vuestro celo pastoral, en prenda de los celestiales dones y en testimonio de
nuestra especial benevolencia, os damos amorosamente en el Señor, a vosotros
todos y a todo el clero y pueblo confiado a vuestros cuidados, la bendición
apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de noviembre de 1893,
año 16 de nuestro pontificado.
Notas
1. Leonis XIII Acta 13,326,364: ASS 26 (1893-94) 269-293.
2. Conc. Vat. I, ses.3 c.2: de revelatione.
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